Reyes Aguilar @oncereyes Y nada hay más bonito en el mundo que la alegría de un niño bético.

Ante el Cádiz, entre tantas voces apiñadas como balas de cañón yo solo escuchaba una, parafraseando al poeta. Provenía de la fila de atrás mía, era un “Beeetis” angelical, que apenas se pronunciaba bien dado su tono infantil pero que llevaba dentro la emoción y rotundidad de quien nace con la herencia de quien más le quiere, como dice la frase que tanto encierra. Aquella voz que no pasaría de los cuatro años viene al campo de la mano de su padre y de su padrino, hijo de un gran bético y a la sazón, padre, hermano y tío de grandes béticos, el Cádiz fue su segunda experiencia bética y no será la última, porque ya tiene el veneno bético dentro, ése que se respira por la cornisa del Aljarafe. Aquella voz nos acompañó durante los primeros minutos casi como una letanía; “Beeetis, Beeetis, Beeetis” entonados con ritmo metrónomo y la armonía que marca la ilusión de un niño contento, y que por esas cosas inexplicables de la impaciencia infantil, derivó al silencio y a la tristeza. Aquella voz de ese primer amanecer al Betis no entendía que el marcador estuviese a cero a los diez minutos de empezar el partido, y por mucho que el padrino le explicase que iba a marcar cualquiera de un momento a otro, ya fuese Borja que no era titular o el mismo Joaquín, a quien se le invocó en los últimos diez minutos para que apareciese con su tiro de gracia, nada surtía efecto. Tres puntos importantes para el equipo y para que Javier volviese a ilusionarse, pero no había forma, él solo quería que marcase el Betis y la voz de la ilusión viró al llanto desconsolado porque el Betis no marcaba. Arengado en la butaca, ni veinte minutos después lloraba desconsolado; “yo quiero que marque el Beeeetis” y no se le oía otra cosa. Y en esas que marcó el Cádiz, pero a Javier no le importó ni el gol ni los paradones del portero, él seguía llorando porque quería que marcase su Betis y nada más. Las lágrimas le caían por las mejillas mientras alguien bromeaba cariñosamente con la sugerencia de que era mejor que se fuese acostumbrando al Betis, a sus cosas y a las cosas del Betis y él, ajeno a ello, reclinado en el hombro de su padre, con la mirada huidiza y el pensamiento en otro lado, se resignó al sufrimiento, tan bético, tan habitual, tan nuestro. Tremendamente triste, preso de una pena que nos hacía a todos muchísima gracia, aquel bético de cuatro años seguía en sus treces; solo quería que marcase el Betis y Guido le escuchó.

Y nada hay más bonito en el mundo que la alegría de un niño bético.

Foto Principal: Salvador López Medina / El MIRA