Reyes Aguilar @oncereyes El policía de turno me mira con desconfianza, amarro la bici y accedo a mi puerta, accesible como siempre. El portero me pasa el carnet por el torno, cosas de la superstición y el pellizco aprieta cuando subo las escaleras y el vomitorio me recibe como si no me hubiesen pasado más de cuarenta años, que se dicen pronto, es el mismo nudo entre el corazón y la garganta de la niña que con ocho años, subió la escalera de Gol Sur de la mano de su padre. Allí me recibe el abrazo de cada año con la familia bética que no elegí y la cual siento como tal y la tradicional foto de recuerdo, que será plena cuando nazca en octubre un nuevo bético y Rafael se mejore. Por mi grada de Gol Norte veo pocas caras nuevas y afortunadamente las mismas de siempre;  los tres hermanos que golpean los asientos en momentos de tensión, el señor del bigote que se sienta al filo justo en la salida del vomitorio y el niño de la camiseta de Joaquín que se pasaba el partido saltando de butaca en butaca y que este año parece que dejará a su padre y a nosotros, ver más tranquilo el encuentro, cosas de la bendita rama que al tronco nace.  La alegría se asoma por mis ojos y siento la emoción de ver que en pleno mes de agosto puede más que nada lo que puede, casi 52.000 personas en el Villamarín para reencontrarnos con la ilusión de cada vida.

Las bufandas al cielo, las banderas y el himno; salta al campo Su Majestad, el Real Betis Balompié y el minuto de silencio en recuerdo de los que no verán ni a Isco, ni a Marc Roca, ni la vuelta de Bellerín y Bartra duele. Cada tecla del piano torpedea el corazón justo en el epicentro de las trece barras, muchos y muchas, culpables de que seamos los béticos que somos, desde el cuarto anillo rompen con aplausos el silencio de la noche más esperada, el uno de enero del almanaque bético, animando a los vencejos y las golondrinas mal acostumbrados a un inaudito Villamarín silencioso, a revolotear nerviosos hasta que el árbitro con su silbato, descorche el champán para que brindemos por un año nuevo en verdiblanco.

Sobre el césped, la ilusión renovada; Rodri con sus botas rosas, Rui Silva con el multicolor bajo los palos y el verde y blanco inundando la grada, donde se siente el calor de la afición que está contigo y con el termómetro. Termina el partido con sabor agridulce, escucharemos de vuelta al ingeniero explicar los porqués de las cosas mientras el marcador se quedó sin estrenar, en tablas,  siendo un grito al unísono el que lo desempata; Guido, quédate.

Nos marchamos deseando volver, sabiendo que el corazón se queda. Como siempre.