Armando Rendón Aguilera @armandoren En esta historia se entrelazan varias que confluyen en un solo sentimiento. Como el río que va atrapando a sus afluentes, haciendo de ellos parte de algo más grande, fuerte y único, ese sentimiento atrapó a los protagonistas de este relato. Y claro ese rio con forma de pasión no se podía llamar de otra manera que Betis.

Cada uno de nuestros protagonistas anónimos han tenido una “cuna”, un nacimiento y desarrollo vital dispar, confluyendo todos ellos en eso que las almas no pueden negar que es la pasión por unos colores.

Empecemos por identificarlos para que los tengamos a partir de ahora diferenciados. Los llamaremos:

•             El de los Globos

•             El jartible del Betis

•             El emigrante prieguense

•             El “armao” alemán

•             El Buen Bético

Cada uno de ellos tiene algo de esos perfiles que, en algún momento, todos hemos conocido de forma más o menos cercana en nuestro entorno. Son personas con sus propias vivencias y experiencias, pero unidas por un hilo conductor que nació allá por 1907.

Va de esquina en esquina, dejando siempre una sonrisa como dádiva a todo aquel que lo miraba, aunque en esa observación hubiese cierto aire de sorpresa o desazón. Se perdía en aquel océano de globos coloridos. Junco que soporta y retiene las ganas de volar y que se adapta con su flexibilidad al vaivén de aquel reclamo infantil. Tez morena curtida al sol, a pesar de contar con ese semi paraguas de goma que luchaba en todo momento y siempre por escapar de su control. Feliz de ser protagonista entre los del corazón grande y la inocencia, entre los pequeños que desean en lo más profundo de su ser, cambiarse por él y sostener aquel crisol de pinceles hinchados que apuntaban al cielo de su Sevilla. De San Jacinto al Altozano como carrera oficial única y diaria, para ser visto por lo que transitan Triana y ser uno de los atractivos más que aglutina ese barrio. Y siempre, siempre, con la zamarra bética como uniforme de trabajo, de supervivencia, de traje de superhéroe que lo protege ante cualquier incertidumbre o piedra en el camino. Esa camiseta es su “se hace camino al andar” de Machado, realismo mágico que contase Márquez, pero en este lado del “charco”, es su elemento de atracción de la simpatía, su piel con arterias verdes, su refugio ante la desesperación y su humildad ante los días de gloria. Este actor nobel y famoso gracias a “El Mundo es Nuestro”, de pocas palabras y de edad incierta, tuvo un día uno de esos percances que solo le pueden acaecer a quien retiene antes de volar a esos artefactos que generen esa satisfacción infundada en los más pequeños.

Ese día, su equipo, el de verde, el que hacía que casi todos los visitantes de la ciudad lo mirasen con cercanía, se jugaba un descenso. Su equipo es así, hay que quererlo como es, aunque a todos les gustase que ganase más y mejor, pero es que así lleva siendo desde hace más de cien años y mire usted, así hay que quererlo, faltaría más. Pues bien, su equipo jugaba la vuelta de esa fase de descenso y las cosas pintaron bastos en esa ocasión. Escuchaba el partido a través de su transistor, ese que gastaba pilas sin parar y que habitualmente para sintonizar las cadenas requería de elevar esa antenita que traía incorporada y que más que sintonizar lo que hacía era hacer imposible su transporte e incomodarle poder llevarlo encima, además de generar unas interferencias ruidosas que hacían de la escucha una experiencia real en “Matrix”. Ese día iba calle arriba y abajo con unos nervios especialmente atenazantes mientras en el Villamarín 45.000 almas trataban de hacer, con su aliento y empuje, que aquel Tenerife no disfrutase de alegría alguna. No hubo suerte y nuestro amigo miró su camiseta, miró el escudo y con ese espíritu elevado que da el tener su alma pegada a un sentimiento, dijo dirigiéndose a “su Betis”: “Bueno, así son las cosas. Yo no voy a dejar de estar a tu lado por esto, no te voy a abandonar como tú no me abandonas en cada uno de mis malos momentos. Así que, manquepierda, miarma”. Pronunció ese miarma como el que le habla a su padre, a su hermano o a su hijo. A la par, dejaba volar uno de sus globos verdes al cielo para que volase pronto y resuelto de vuelta a primera lo más veloz que fuese posible. Todos los que estaban allí vieron lo que ocurrió. Ese globo se detuvo junto a él, un segundo, una milésima, un suspiro, insinuándole que volvería, que la historia, como a Jan Valjean en Los Miserables, acaba premiando a los de buen corazón. Y voló.

A la misma hora, junto a la Palmera, en el Villamarín en la zona sur que acogía a los aficionados más jóvenes, más de Cádiz que de Madrid, un aficionado con su zamarra bética lloraba. En sus ojos había rabia e impotencia, pero también orgullo. En su expresión de buena persona se podía leer “¿Otra vez nos vas a hacer sufrir? Me cago en to tus mulas. ¡Y mira que te quiero!” Era un monólogo interno que tenía con “su Betis”, ese que le daba lo que nada ni nadie le da. Se habían tirado una hora animando a su equipo tras consumarse el descenso y la comunión de todo el campo en ese ánimo era comparable al orgullo que sienten todos aquellos peregrinos que llegan a Santiago tras el Camino. Él ya sabía lo que vendría la siguiente temporada. Comer pipas al sol contra el Palamós, el Toledo o váyase usted a saber que otro equipo con los que habría que bregar para sacar adelante los partidos. Pero daba igual, él estaría allí. Camisa Meyba del Betis, barriga de futbolista caro frustrado, amigo de las previas y del estar al tanto de todo lo que acaecía, acaece y acaecerá de ese sentimiento que es su vida.  Ese domingo había jugado, como siempre, con sus amigos el clásico partido semanal de futbol siete donde aún ponía sobre el césped esas gotas de calidad futbolística que siempre había atesorado, siendo el principal y fundamental promotor de aquella unión futbolística y de amistad. Tras su café y tostada, los días de partido en Heliópolis todo se concentraba en los preparativos y en esos nervios que le recorren la columna una y otra vez, juegue con quien juegue. Este amante del ganar como sea, este ideólogo del anti amistoso, del “no hemos venido a jugar para entretener a chitis”, este filibustero deportivo de embarcar la pelota si se acaba el partido al salir el balón del campo y a él le va bien el resultado, juega a la contradicción de ser de un equipo que promueve el “manquepierda”. Porque claro, después de esas ansias por ganar, aunque haya perdido, abraza a todos los que hayan jugado, se ríe hasta de sí mismo y siempre es el que hace que todo confluya en él en positivo.

Pues ese día se encaminaba de vuelta a su vehículo, con la cabeza alta, pero con una frustración interior que veía proyectada en la tristeza de los más pequeños que empezaban a interiorizar que aquello formaba parte de lo de ser bético. Cruzó por ese centro deportivo en el que los domingos de partido debatía con sus amigos si tal o cual futbolista debía o no jugar, si los “palanganas” tenían mucha suerte como siempre o si “pri” no veas como juega el nuevo fichaje del mercado de invierno. Se acercó al vehículo y vio que asido a la antena de este, como enrollado buscando refugio, se hallaba un globo verde que se tambaleaba al ritmo que la brisa de tarde le hacía moverse.  Lo miró con extrañeza, pero con cierta ternura infantil. A su vez, el globo se dejó caer sobre el cristal delantero del vehículo como solicitando “asilo”. Nuestro protagonista lo asió de la cuerda, lo desenroscó de la antena y lo introdujo en el interior de ese utilitario que, heredado de su familia, aun le daba el “apaño” para desplazarse. De allí, camino a Castilleja de la Cuesta, aunque se apellido apuntase más a Carmona (cosas de la vida). Dejó al resto de amigos del Aljarafe que viajaban con él, aparcó, se bajó del vehículo, agarró el globo de forma casi semi automática, lo depositó en su cuarto e hizo el pedido de pizza que no pudo comer debido a su estado de ánimo. El globo permaneció en esa casa años hasta que su primogénito, a los tres años, lo acompañó a la tienda del Betis y se empeñó en llevarlo consigo. Iban a comprar la última camiseta de esa temporada, ya de nuevo en primera, y querían regalársela a un familiar muy querido. El niño, globo en mano, seguía a su padre alrededor de todo ese mundo en verde, con artículos de todo tipo relacionados con el club de sus amores.  Entonces, nuestra protagonista se tropezó con otro de los visitantes en la tienda y, casualidades de la vida, le resultó familiar la cara de esa otra persona. Como una de sus virtudes no era ser reservado, más bien lo contrario, inmediatamente le espetó “Killo, tu cara me suena taco”. Esa otra persona, con una mezcla rara en su acento (medio cordobés y catalán), le indicó que a él no y que estaba de paso camino de vuelta a Cataluña. Había ido expresamente a comprar camisetas del Betis para sus familiares en el “exilio” catalán. El “jartible”, que como su nombre indica, no se rindió y haciendo ímprobos esfuerzos por identificar de donde le venía a él aquel parecido, tiró una apuesta como posible resolución a ese acertijo (que lo mismo se ha había inventado) “Tú no serás hermano de Cristóbal, ¿no?” El otro, flipando y mirando alrededor por si había cámaras ocultas apuntando, le respondió “¿Tú quién eres? ¿La bruja Lola?” y muy serio lo miró fijamente, no antes de mostrar una sonrisa de oreja a oreja con esa cara cargada de bondad y cariño. Ambos rieron espontáneamente, mientras el niño y la acompañante del visitante observaban estupefactos la escena.

Efectivamente, nuestro buen bético había identificado a ese otro bético con el que coincidía en la tienda. Este último, proveniente de Cataluña, había parado expresamente en Sevilla para pasar por su campo del Betis y comprar regalos para su familia que hacía muchos años había tenido que emigrar desde tierras cordobesas al norte de España. Ya en los inicios de la familia en tierras cordobesas se había tenido afecto por ese equipo que tantas simpatías generaba por toda Andalucía y fuera de la comunidad. Todo ello, se acentuó con el paso de los años, las relaciones forjadas en el exilio y en el entorno “futbolero” en el que se movió siempre la familia. Él mismo había llegado a jugar en categoría profesionales del futbol español, pero había sido su hermano el que sí había llegado a lo más alto, posiblemente a lo más alto que se puede llegar en el mundillo futbolístico. A este último es al que conocía nuestro “jartible” a través de unos familiares que vivían en Sevilla y con los que tenía una enorme amistad. Pues bien, como hemos comentado esta familia de emigrantes había tenido que buscarse la vida en tierras extrañas, acoplándose a una sociedad que les dio cobijo, mejores condiciones y, lo que era más importante, un futuro más halagüeño para las siguientes generaciones.

Uno de los hijos, había podido llegar a lo más alto de las aspiraciones que puede tener un amante del balompié. En este caso, ser futbolista, jugar en un grande, en la selección y ganar títulos. Nuestro amigo sabía por sus familiares que este destacado deportista, siempre hablaba del Betis, de lo que siempre le atraía jugar en el Villamarín. Él que había sido campeón de la copa de Europa con el Barcelona junto a Koeman en aquella final histórica. Él que había debutado con la selección española, con ese orgullo especial que supone para un hijo de emigrantes representar a su país. Él que había jugado junto a Luis Fernandez o Ronaldinho en el Paris Sant Germain. Pues bien, no dejaba de comentar siempre que iba a jugar al Villamarín que había dos cosas, una buena y otra mala, que le atraían especialmente de jugar en ese campo. La mala y temida, llevaba por nombre Jarni. Ese extraordinario “producto” de un “far de la Juver” era un portento físico y futbolístico. Al coincidir en la banda, uno ocupaba el lateral derecho y el croata el volante izquierdo, siempre se veían las caras. Por mucho que lo intentaba y, lo intentaba con empeño y con toda su sabiduría futbolera, no había manera de parar a aquel huracán que, con un tren inferior descomunal, se le marchaba una y otra vez cada vez que se enfrentaban. Y lo bueno, para su disfrute porque se le erizaba la piel y porque les devolvía a sus orígenes andaluces, era respirar ese ambiente y disfrutar de esa afición que por casa siempre había sido la elegida. En el fondo, le hubiese encantado enfundarse esa camiseta, pero el destino no lo quiso así. Como hemos dicho, el encuentro se produjo en la tienda bética y mientras nuestros dos protagonistas charlaban de lo divino y de lo humano, siempre en verdeyblanco, la mujer y el pequeño compartían su propia charla y relación, cada vez más cariñosa y cercana. Al despedirse, cual fue la sorpresa de los tres cuando el pequeño con todo el buen corazón del mundo ofreció el globito, ese talismán familiar tan querido y cuidado durante los últimos años, a la mujer en señal de amor incondicional y “a primera vista”. Nadie dijo nada, lo hecho, hecho estaba. A nuestro amigo de Castilleja, se le resbaló una lágrima por la mejilla al pensar lo que suponía para él aquel pequeño artefacto. Sin embargo, entendiendo la situación, el ejemplo de buen corazón que estaba poniendo de manifiesto su pequeño y esos ojos de agradecimiento de aquellos dos “foráneos”, no pudo más que coger a su hijo, estamparle un beso enorme en la mejilla y abrazar a los dos desconocidos como parte ya y para siempre de su círculo de amistad. Estos, devolvieron el abrazo y partieron rumbo a su residencia de vuelta.

Por el camino hacia Cataluña comentaros ambos lo increíble y único que se generaba en torno al sentimiento que provocaba el Betis. Ambos de la mano y con una sonrisa que no se borraba, llegaron esa misma noche a casa para descansar. Depositaron el globo junto a su cama y durmieron a pierna suelta. Él comenzaba a la semana siguiente su trabajo, con cierta responsabilidad, en la industria del automóvil tan desarrollada en el norte y que le había posibilitado tener un nivel de vida suficientemente bueno como para no pasar penurias. Pasó algún tiempo desde aquel viaje. A la planta, donde trabajaba, llegó un profesional que dirigía una importante compañía alemana auxiliar de la industria del automóvil. Tuvo que atenderlo y hacer de cicerone con él un par de días por tierras catalanas. En la primera reunión ya hubo “feeling” entre ambos, ya que a pesar de que sus vidas se habían desarrollado más allá de sus tierras de origen, aun mantenían ambos ciertos “acentillos” andaluces que no ocultaban su procedencia. Esto hizo que conectasen. La noche que pernoctaba “el alemán”, fue la excusa perfecta para invitarlo a comer en casa aprovechando que ambos tenían orígenes comunes y cercanos. Uno Córdoba y otro Sevilla. “El Alemán” resulta que había emigrado a Alemania tras finalizar sus estudios en Sevilla, disfrutando en el país teutón de una calidad de vida y un par de hijos que crecían con un desarrollo muy valorable para su padre. Brindaron con manzanilla y comieron boquerones en vinagre, salmorejo cordobés y jamón de Huelva que siempre les enviaban familiares de la zona. Durante la charla, “el alemán” contó que era “Armao” de la Macarena, que cada primer lunes de mes bajaba desde Alemania a Sevilla para “ensayar” con sus compañeros, siendo sin duda esta una excusa para respirar ese aire único de la ciudad de la Torre del Oro. Charlando y charlando, llegaron al Betis. Eran vísperas de Navidad y nuestro protagonista “teutón” viajaba en los próximos días hacia su ciudad para reunirse con los suyos, junto a sus dos hijos. Como siempre, la unión de la tierra y en este caso, de la religión bética, hizo con la cena acabase en abrazos, Cruzcampo y cantando el himno del Betis, faltaría más. Antes de irse, nuestro emigrante catalán le regaló a su invitado ese globo que guardaba como un tesoro en su cuarto, pero que ante ese vínculo que se había generado entre los dos decidió que fuese a parar a las manos de aquel nuevo amigo y compañero de sufrimientos y alegrías verdeyblancas. El otro, no pudo más que agradecérselo, prometiendo volver algún día y compartir con él algún partido del Betis en el Nou Campo o en Sant Moix.

Al día siguiente, el macareno alemán, recogía a sus hijos del aeropuerto de Barcelona y partía en coche dirección Sevilla. Tras recoger a sus dos “adolescentes”, partieron teniendo como objetivo llegar a dormir a su ciudad de nacimiento. Le entregó a su hijo pequeño el globo trasladándole la importancia que ese objeto tenía para todos los que lo habían poseído. Ellos que son personas de valores, le dieron el valor que entendían atesoraba ese pequeño trozo de goma inflado, y durante el viaje permaneció junto a ellos en todo momento. Llegaron a Sevilla, durmieron con la familia y al día siguiente, el plan era visitar a las dos Esperanzas y comer todos juntos en el Victoria 8. Macarenos en Triana. Tras visitar los dos templos, detenerse en El Vizcaino en la calle Feria y pasar por Casa Cuesta en la calle Castilla, se dirigieron a comer al restaurante regentado por Begoña. Allí, toda la familia, tuvo la oportunidad de compartir todo lo vivido durante los últimos meses en Alemania y contar, una y otra vez, todo lo que echaban de menos la ciudad y las visitas al Villamarín. Habían dejado el globo esa noche en el coche, por lo que al llegar al restaurante decidió el hijo menor que el amuleto también los acompañase en esa velada tan especial para todos ellos y lo introdujo junto a él en el local. Se lo mostró a sus primos como un trofeo único, cargado de historias y rebosante de beticismo. Los primos flipaban con ese pequeño que se criaba en centro Europa y que vivía en un entorno absolutamente diferente al suyo.

En el restaurante, justo al lado, había una especie de tumulto ya que un grupo de amigos de toda la vida, de toda la vida de verdad, se reunían allí como todos los años por esa fecha. Salesianos en su mayoría, casi hermanos después de treinta años de amistad, ese día era especial para aquellos doce amigos que un año tras otro repetían aquel ritual. Como una costumbre inalterable se repetía anualmente la ceremonia. Quedada en el Vargas, el de siempre llegaba tarde y pagaba las cervezas, risas de los zapatos de unos y otros, saber cómo estaban las familias y esperar a que el de la chaqueta rosa algún día deje de vestir mal, que el calvo asuma que lo es y que el de los calzoncillos de adolescente, los vuelva a enseñar. Rutinas que dan sentido a la vida, sin más ni menos. Amistad en estado puro. Pues bien, allí estaban los doce con su menú casi acabado y pasando al momento de exaltación de la amistad y del abrazarse sin porques necesarios. De doce, once béticos, solo un resistente del otro equipo de la ciudad, firme y absolutamente incomprendido, pero bueno como el pan. Uno de ellos, el que durante la pandemia había estado más expuesto debido a su profesión de asistencia sanitaria, fue al baño y allí se encontró un globo verde que le resultó especial. Lo asió por la cuerdecita y al salir del baño, vio por la ventana un grupo de niños que acompañados por su familia abandonaban el local. Titubeó, entendió al momento que el globo podría ser de alguno de aquellos pequeños, y con ese corazón como no hay muchos, salió del local en busca de esa familia. No consiguió alcanzarlos. Mientras, la familia ingresaba en el aparcamiento del Altozano sin reparar en la pérdida debido al momento tan especial que estaban viviendo y, por supuesto, al “empanamiento” que un adolescente suele tener a esa edad olvidando aquel objeto. El Buen Bético, ese que ya no va al campo, que soñó un día con marcar un gol al estilo de Gabino en el Villamarín, pero que sigue a su equipo en cuerpo y alma, volvió a entrar en el local, globo en mano, provocando las carcajadas y las sornas del resto del grupo, que ya empezaba a estar “achispado”. Siguieron la sobremesa y el globo se mantuvo allí expectante y siendo fedatario de aquel momento tan especial para aquel grupo de amigos. Al finalizar la velada, el grupo se dirigía a otro lugar cercano en San Jacinto para seguir la celebración. Nuestro “buen bético”, decidido a no abandonar allí el objeto encontrado y dispuesto a “hacer algo el payaso” con los amigos, tomó el globo y como si fuese el niño del famoso grafiti de Banksy, salió a la calle globo en mano. Los amigos, no dejaban de soltar invenciones sobre aquella visión de un tío con cuarenta y tantos años y un globo en la mano. Se rieron y al llegar a la calle San Jacinto, nuestro protagonista vio al famoso señor de los globos que, como todos los días, hacía su ronda para ganarse la vida. Se acercó a él de forma muy ceremoniosa y le hizo entrega de aquel globo “bético” que tantas vueltas había dado.

El señor de los globos, lo miró y el globo pareció alegrarse de volver a casa. Lo volvió a colocar entre aquella amalgama de ilusiones al viento, respiró y pensó para sí mismo “los del Betis siempre están, esos ni aunque vuelen se olvidan. Aunque se escapen, aunque a veces pierdan la ilusión, siempre hay una infantería invisible que cuida de ese sentimiento para que jamás se difumine, para que siempre se mantenga, manquepierda”