Pablo Caballero Payán Era domingo y como la mayoría de las mañanas el despertador aún no había sonado y ya estaba con los ojos abiertos.  Desde muy joven, con apenas once o doce años, le costaba conciliar el sueño y solo la radio lograba que se relajara para quedarse dormido. Eran noches de El Larguero e incluso de las primeras llamadas que recibía Gemma Nierga en Hablar por hablar. Pero una vez que se dormía ya no había problemas hasta que su padre o su madre le despertaban para ir al colegio o el instituto. Con el paso de los años fue cambiando la situación. Llegaba a la noche cansado de su jornada laboral y del trajín que siempre dan dos hijas, por mucho que ellas fueran niñas buenas y para quedarse dormido le bastaba con leer una docena de páginas del libro que estuviera leyendo en ese momento, que muy probablemente sería una novela negra de Michael Connelly o algún libro sobre ciclismo. Sin embargo, rara era la noche que dormía sin sobresaltos. Se despertaba muchas veces angustiado por sus preocupaciones, disgustos y decepciones. Y para sorpresa de él, entre esas cosas que le provocaban un insoportable runrún en su cabeza y su alma, no estaba el Betis de sus amores. Y mira que había motivos para enfadarse con el club verdiblanco, pero el paso del tiempo le enseñó, influenciado notablemente por la forma de ser de su padre, que hay cosas que no deben quitarte el sueño. Se había acostumbrado a gozar de las contadas alegrías que su equipo le daba y a capear sutilmente el temporal cuando venían mal dadas.

Pero volvamos al domingo en el que se despertó sin necesidad de que el despertador sonara. Buscó bajó las sábanas y la manta la tibieza del cuerpo de su mujer y se acurrucó a ella para encontrar el confort que el innecesario madrugón le había arrebatado. Cuando se calmó y se encontró cómodo, se levantó de la cama. Mató el tiempo leyendo la prensa y dando una vuelta por las redes sociales que solía usar hasta que llegó la hora de despertar a sus hijas y su mujer. Preparó el desayuno, remoloneó un poco con sus niñas en el sofá, recogió la cocina, hizo las camas de su habitación y eligió la ropa que se iba a poner para el almuerzo que tenía junto a un grupo de amigos. Cuando llegó la hora cogieron el coche y se dirigieron al lugar donde habían quedado. La comida estuvo extraordinaria. Para él había pocas cosas más placenteras que sentarse con gente querida para compartir mesa y mantel y mantener conversaciones que le llenaran el alma y que le alimentaran ese espíritu tan necesitado de cariño y bondad, por mucho que esos ingredientes siempre hubieran estado presente desde que nació.

Ese día el protagonista de la mayoría de las charlas fue la pandemia que estaba asolando a China y que se estaba expandiendo a pasos preocupantemente agigantados por el resto del mundo. Por desconocimiento e ingenuidad, sus amigos y él todavía estaban en la fase de quitarle hierro al asunto, de tratar el maldito coronavirus como una gripe un poco más fuerte. No podían imaginarse lo que se les vendría encima en escasos días. Terminó el almuerzo y la sobremesa se fue alargando felizmente hasta la hora en la que, irremediablemente, puso rumbo hacia Heliópolis con su amigo Manu. En el coche fueron hablando de las posibilidades que tendría el Real Betis de vencer al Real Madrid, que venía con la moral por las nubes tras encaramarse al liderato de La Liga después de vencer al FC Barcelona una semana antes. Ambos coincidían en que había pocas opciones de victoria ante ese rival y viendo el rendimiento paupérrimo del equipo verdiblanco en esa temporada.

Siguiendo el ritual de cada previa, pararon en el bar de siempre para tomarse una cerveza antes de entrar al estadio. Allí coincidieron con más conocidos. Uno de ellos, un fanático de Boca Juniors al que él y su amigo Rafa le estaban inculcando el veneno bético, se encargó de levantarle la moral, de hacerle ver que el Betis era capaz de ganarle al líder de la competición. Poco a poco se fue animando con el optimismo que el argentino iba insuflándole y se dirigió hacia el Benito Villamarín ilusionado. Aunque llevaba muchísimos años acudiendo al estadio, era incapaz de contener el nerviosismo que le generaba subir las escaleras hacia su asiento. Se le erizaba la piel cuando veía el césped, las gradas llenarse, la gente cantar el himno y se le aceleraba el pulso cuando el balón echaba a rodar. Estalló de alegría cuando Sidnei adelantó al Real Betis a los cuarenta minutos, pero uno de los múltiples fallos defensivos que cometía el equipo verdiblanco le permitió al Real Madrid empatar de penalti antes del descanso.

No iba mal la cosa, pero en su interior pensaba que en la segunda mitad los visitantes sacarían el rodillo y lograrían llevarse la victoria. Pasó que ese día el Betis se puso el traje de faena y compitió como no lo había hecho en toda la temporada. Maniató bien al conjunto blanco y, tras un robo de Andrés Guardado, Tello se plantó ante Courtois para lograr el 2-1 definitivo a diez minutos del final. La euforia y la felicidad completa se adueñaron de una afición que veía como su equipo vencía al todopoderoso líder de La Liga. Bajando hacia la calle se acordó de la charla previa con su amigo argentino, de como él le había dado ese plus de motivación y confianza que no tenía. Pensó que estas cosas eran las que hacían al Betis un equipo único en el mundo, capaz de lo mejor y lo peor en cuestión de días. Se vino totalmente arriba y creyó firmemente en que se podía ganar en Nervión en el siguiente partido. Y así se fue a su casa: satisfecho, optimista e ilusionado.

En esos momentos felices y de alegría plena jamás se le pasó por la cabeza que esa sería la última vez que acudía al Benito Villamarín en muchísimo tiempo. Llegó el confinamiento y la tristeza absoluta por ver la ruina humana, económica y social que provocó la pandemia. Como cualquier persona sensata, se tuvo que acostumbrar a vivir de otra manera completamente distinta a la habitual. Y como no podía ser de otra manera, el fútbol también cambió. Desaparecieron los espectadores de las gradas durante año y medio y soñó muchas veces con volver al Villamarín. Se quitó un poco el mono de Betis acudiendo a la Ciudad Deportiva Luis del Sol para ver un partido del filial verdiblanco y ahí comprendió que cuando volviera al templo sagrado del beticismo las sensaciones se multiplicarían por mil millones.

Y llegó el día. Se acordó de la primera estrofa de esa canción de Triana y le encontró un paralelismo en verdiblanco brutal (Ya no siento que me ahoga la nostalgia / Y me encuentro cansado de llorar / Ya no importará más quién gane / No quiero de esta fuerza escapar) Volvía a estar despierto antes que el despertador sonara. Miró por la ventana y contempló la ladera oeste del barranco del Poqueira y se relajó escuchando el río que bajaba desde Sierra Nevada. Desayunó y se puso a cargar el coche. Las vacaciones habían llegado a su final, pero para mitigar esa tristeza pensaba en lo que le esperaba por la noche. Recorrió los trescientos cuatro kilómetros que separaban su querida Pampaneira de su casa en Sevilla imaginándose lo que iba a vivir en pocas horas. Llegó a su destino, descargó el coche y salió a comprar cosas que necesitaban para cenar. Se duchó, se puso su camiseta del Real Betis y se dirigió hacia Heliópolis.

Le alegró ver que la misma señora que llevaba tantos años ejerciendo de aparcacoches seguía en el lugar de siempre. Los ojos comenzaron a ponerse vidriosos en cuanto empezó a cruzarse con otros aficionados que acudían ilusionados y felices al estadio. Alguna lágrima se le escapó a cada paso que daba subiendo escalones hacia el graderío y tiró de coraje para cantar el himno con un nudo en la garganta del tamaño del estadio. Había vuelto al lugar donde tantas veces fue feliz y volvió a recordar una canción, esta vez Peces de ciudad de Joaquín Sabina, y discrepó de lo que decía la letra: al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Perdonó al cantautor de Úbeda porque no sentía en verdiblanco. Un bético jamás podría haber escrito esa frase.

Casi un año y medio después volvió al Benito Villamarín. Casualmente el rival fue el mismo de la última vez en la que pisó las gradas de Heliópolis. Lástima que el círculo no se cerrara de manera perfecta repitiendo victoria. A pesar de la derrota, regresó a su casa henchido de alegría, agradecido a la vida por continuar rodeado de su gente, con su familia intacta a pesar de algún que otro susto y por seguir disfrutando de su irrevocable condición de bético. Pero en su interior sabía que le faltaba algo, que aún quedaba un detalle para completar el regreso definitivo al estadio. Tuvo que esperar hasta finales de septiembre para volver a coincidir con su hermano en Heliópolis y abrazarse a él tras un gol del Real Betis. Ahí sí, ahí comprendió que casi todo volvía a ser como antes, con nuevas costumbres y medidas, pero con el sentimiento intacto. Los goles sin ese abrazo no eran completos. El Betis sin la compañía de su hermano no es el Betis que ama. Es distinto, menos placentero.