Armando Rendón Aguilera @armandoren Tras rodear la plaza de San Martín de Porres, dejando atrás al barrio que vio nacer a Lole y Manuel y a tantos otros que han hecho de la necesidad arte, cruzaron entera esa San Jacinto eterna que para los nazarenos de San Gonzalo se hace bendición sombreada a la ida y autopista inacabable a la vuelta, cuando bajo sus antifaces le piden a “La Salud” que aligere su paso y su roneo, que ya no son horas y hay que volver a casa al Barrio León. Allí iban los dos, cruzándose con cerámicas ancestrales de ese barrio convertido en sus años en fábrica del mundo, en refugio de necesitados y siempre en casa de acogida del foráneo. Parada obligatoria en un puesto para comprar chucherías y, por supuesto, en “Las Golondrinas”, quien se iba a resistir a una punta de solomillo del famoso local de la familia Arcas. Iban dirección al Guadalquivir, no iban a cruzar a Sevilla, mientras se celebraba la Velá de Seña Santa Ana y justo a esa hora los niños trataban de alcanzar, en forma de pañuelo o bandera en la cucaña ese premio imposible, por culpa de esa madera resbaladiza, que en innumerables ocasiones ha resultado una metáfora vital del quiero y no puedo o de que el camino es jodidamente jodido pero merece la pena siempre intentarlo. Todos miraban hacia el río, ese río que dio nombre a la calle más trianera de Triana. Río en forma de arteria de una historia de una ciudad eterna y mundialmente conocida.

– Abuelo, ¿por qué somos tantos Béticos en el mundo? Le preguntaba un nieto a su abuelo en un parque cercano a su vivienda.

El hombre, bajito, un poco entrado en carnes, de abultados pómulos enrojecidos, apoyado sobre un bastón, se restregó los ojos con el dorso de la mano, y con la vista cansada oteó al horizonte, como queriendo traer todo su pasado a aquel rincón de tierras lejanas, muy lejanas, respecto al lugar donde había nacido. Para contestarle a su nieto utilizó la misma cuestión que recibía de ese ser tan especial para él.

– ¿Qué por qué somos tantos Béticos en la tierra? ¿Es esa tu pregunta?

– Pues claro, yayo. Eso es lo que te he preguntado – le dijo el chiquillo de no más de ocho años.

– A ver, te cuento. En la temporada 1934-1935 el Real Betis Balompié se proclamó campeón de liga, y en el año 1936 estalló la guerra. Imagínate las simpatías que el equipo del Guadalquivir había generado en todo el territorio andaluz siendo capaz un equipo humilde, del pueblo, de ganar una liga a los todopoderosos del norte mucho más potentes en recursos y en infraestructuras. Eso hizo que muchos andaluces inmediatamente se hiciesen béticos de por vida. Pero debido a la guerra, por necesidades perentorias de varias índoles, muchas personas tuvieron que emigrar de Andalucía a otras tierras remotas para buscar refugio o el sustento de sus familias, abandonando sus casas, sus padres y muchos de ellos a su mujer y a sus hijos. Trabajaban de sol a sol por cuatro pesetas (otro día te cuento que eran las “pesetas”), de lunes a sábado, y eran tratados, más o menos, como bestias debido al trabajo que desarrollaban y en algunos casos a la falta de educación y tacto de los que los contrataban. Estas personas solo hablaban entre ellos y no se relacionaban con nadie por temor a ser señalados por los autóctonos del lugar. Así, de esta manera pasaban los días, las semanas y los meses, trabajando y trabajando, manteniendo ese vínculo fraternal en los que vendimiaban, trabajaban en plantas de producción o servían en la hostelería.  

Un día estaba yo con mi padre en un pequeño campo cerca de donde vivíamos lejos de nuestra tierra, cuando vimos a dos personas que muy contentos y riéndose ondeaban la bandera verde y blanca sin ningún tipo de reparo, cuando aquello a todas luces podría traerles sin duda problemas en el entorno en el que nos encontrábamos. Mi padre me dijo, casi tapándose la cara con las manos, “esos dos están locos”. Nos levantamos de nuestros asientos y nos dirigimos hacia aquellos dos abanderados con la intención de advertirles de su error, pues por aquel entonces, debido al régimen franquista, no se podía mostrar ninguna insignia, cantar un himno ni nada parecido. Cuando estábamos a su altura un grupo de nativos con voces muy raras y acento como extranjero, gritaron ¡Betis, Betis¡ Nos quedamos los dos pasmados, con la boca abierta, y por la acera de enfrente otro grupo más numeroso, con acento extraño, como galaico, volvieron a gritar ¡Betis, Betis¡.  Aquellas fueron palabras mágicas, como salidas de la lámpara de Aladino. Entonces me di cuenta de que pocos vocablos en el cosmos eran tan universales como “Betis”.

Los tres, mi padre y los dos desconocidos comenzaron a hablar mientras yo los miraba con cara de sorpresa y de repente uno de ellos se abrazó a mi padre con lágrimas en los ojos diciéndole que era de Sevilla. Mi padre casi tartamudeando con el corazón encogido le decía que él era de Triana, y se abrazaban una y otra vez, los tres saltaban como niños con zapatos nuevos, como si fueran familia, que digo yo, como si fueran hermanos, y toda la tarde estuvieron rememorando su pasado como si estuvieran en uno de los tantos cines de verano ya desaparecidos, o en el Altozano o en el Arco de la Macarena. Lo que sentían esos tres desconocidos al unirse no podría explicártelo con palabras, pero era una especie de comunión y de unión que solo la puede genera algo más allá de lo entendible o medible.

Al caer la tarde, al despedirse, le comentaron a mi padre que esto de ondear nuestro estandarte lo hacían ellos cada vez que jugaba el Betis por aquellas tierras (aunque fuese lejos) y que siempre se encontraban con paisanos, que hablaban de sus tierras, de sus gentes, de sus costumbres y paseaban su bandera sin ningún tipo de miedo a que lo increparan los vecinos.

El abuelo respiró hondo, se notaba cansado, llevaba mucho rato hablando y lo recordado le hacía tragar saliva. Sus ojos estaban semicerrados, no solo por las bolsas de los párpados, sino también por alguna lágrima que él no quería que brotara, pero que, a pesar de su esfuerzo, aparecía centelleante. Mientras todo esto ocurría en mitad de un silencio sepulcral, el chiquillo miraba con curiosidad a su abuelo, y espontáneamente lo abrazó, y muy bajito, al odio, le dijo “Yo también soy Bético, abuelo”, dándole un beso fuerte en la mejilla. El longevo hombre lo miró, le sonrió y continuó con su narración.

-Al cabo del tiempo, en el comedor de la casa en la que vivíamos, por la radio que teníamos sobre una repisa de madera hecha por mi padre, cubierta con un pañito de croché tejido por mi madre, se anunciaba que el Real Betis Balompié jugaría el próximo domingo en la localidad donde residíamos, lógicamente, más allá de Despeñaperros. Eufóricos de alegría por la noticia, hicimos banderines verdes y blancos de cajas de cartón, conseguimos una bandera grande y todos, el domingo a la hora del partido, salimos a la calle ondeando los estandartes para mostrar nuestros sentimientos, llenos de alegría y orgullo de ser andaluces. En aquella plaza del lejano lugar nos encontramos con paisanos de nuestra tierra, hablábamos, nos reíamos, llorábamos y esperábamos el inminente partido que nuestro Betis iba a disputar ante nosotros, con los brazos abiertos. De esta manera nos fuimos organizando como si fuésemos una familia que sigue a un ser querido y comenzamos a citarnos todos los domingos en la plaza y a desplazarnos a las localidades más cercanas cuando jugaba el Betis y aunque no pudiéramos pagarnos una entrada o aunque el Betis perdiera o ganara, todos estábamos apiñados en los aledaños del campo. Unos se desplazaban en tren, otros en autobuses y algunos a lomos de un caballo o un mulo.

Y aunque nuestras procedencias fuesen de distintos puntos de la geografía andaluza, ya fuese de las marismas del Odiel, el poniente de nuestra querida Almería, pasando por Sierra Morena, Sierra Nevada, Cazorla, sin olvidarnos de la Costa del Sol y los pueblos blancos de nuestra hermana Cádiz, todos estábamos allí, familias enteras con nuestras famosas tortillas de patatas, las chacinas que nos habían mandado del pueblo, los aliños de tomate, cebolla y pimiento, o la porra antequerana, y para regar aquellos exquisitos manjares, nuestros famosos vinos de Jerez, o la manzanilla de Sanlúcar, o los caldos del condado de Huelva, todos eran buenos para celebrar aquella fiesta en medio de una tierra que no era la que tanto añorábamos. Y a toda esa gente la unía el Betis, generando un sentimiento de pertenencia y amistad, como no he conocido otro igual.

Los niños, sobre aquellos montículos de tierra y hoyos, colocaban dos piedras en cada extremo del terreno, formaban dos equipos y aunque fuera con una pelota de trapos jugaba al fútbol como verdaderos futbolistas, mientras los mayores hablaban de nuestros ilustres poetas, artistas, cantaores o toreros, para bailar, cantar, reírse y ayudarse en todo lo que pudieran.

Nuevamente, el abuelo guardó silencio por unos segundos, le cogió la mano a su nieto y le dijo:

-En uno de estos “partidos fiestas” del Betis conocí a la abuela y nos casamos y tuvimos dos hijos un niño y una niña y tu naciste de nuestra Triana. Así que imagínate a cuanta gente y cuan profundamente ha unido el sentimiento verdiblanco más allá de Sevilla. Cuando nos despedíamos de nuestros paisanos hasta el próximo partido siempre gritábamos el mismo eslogan ¡VIVA EL BETIS MANQUE PIERDA!  ¿Comprendes ahora porque hay tantos béticos esparcidos por el mundo y porque al Betis lo siguen tantos andaluces y a su bandera verde y blanca? Y cada vez que el Betis jugaba en cualquier recoveco de los cinco continentes siempre ocurría lo mismo, aquello era una fiesta y la alegría impregnaba el aire de la población y el color especial de su tierra sevillana, andaluza, invadía todas las callejas y plazas y hasta los más sosos lugareños con una sonrisa en los labios decían con esas voces raras, Betis, Betis. Eso hizo que incluso a los locales (alemanes, franceses, suizos, etc.) que no eran aficionados al fútbol, lo fuesen por ese sentimiento de alegría que se generaba en torno a ese equipo tan querido por sus fieles.

– Pero abuelo esto parece un cuento andaluz.

– Ahora parece un cuento, pero es como si fuera un sueño vivido en un tiempo no muy lejano, que ha perdurado, perdura y perdurará mientras el mundo sea mundo, Sevilla sea Sevilla y el Betis ondee su bandera verde y blanca para orgullo de la humanidad.

El abuelo se levantó del banco, le cogió la mano a su nieto, se miraron con un orgullo cómplice y apoyado en su bastón, lentamente se dirigieron a su casa cantando bajito el fabuloso himno del centenario Bético, escrito por el inolvidable Rafa Serna.