JJ Barquín @barquin_julio Esta historia comienza muy lejos de Sevilla. A muchos kilómetros y en un lugar indeterminado para algunos y muy deseado por otros. Allí Luis se acaba de levantar. No termina de acostumbrarse a este nuevo lugar que ahora cubre su vida. Son las seis de la mañana y extraña esta nueva habitación en la que habita desde hace unos meses. Las sábanas están limpias y su tacto es agradable. La sobriedad destaca por encima de todo. Dispone de una pequeña cama junto a un roído escritorio que todavía no ha utilizado. Cada vez que mira hacía esa mesa, le viene a la mente la intención de escribir sus memorias, pero todavía es muy pronto. Tiene que poner su cabeza en orden y para eso hará falta algo de tiempo. No tiene prisa pues sabe que allí, en ese nuevo lugar al que ha llegado, el tiempo le sobrará.

Al lado de la cama hay una ventanuca que da al patio porticado que bien podría ser el claustro de un convento. En ese espacio hay un inconfundible olor a humedad que le recuerda sus primeros momentos de vida por la Sierra de Solorio en esas tardes de primavera donde Abelarda, su madre, lo llevaba en el carrito a ver pasar los trenes que hacían el trayecto entre Medinaceli y Zaragoza. Aunque era un recién nacido, esos recuerdos le reconfortan en lo más profundo de ese corazón que latió como un león durante toda su vida.

Todavía no ha clareado el día cuando Luis sigue pensando en los últimos acontecimientos que ha vivido. No ha sido fácil el viaje, dejarlo todo atrás, separarse de los suyos, de su gente, de su barrio. Pero la vida tiene estas cosas. La existencia tiene esos momentos inesperados, inhóspitos que te llevan del vergel al desierto, del color a la negrura. No nos hacemos a la idea, por más que nos lo digan o lo suframos en otras personas, pero en un segundo puede cambiar toda nuestra existencia. Del todo a la nada. Por esa experiencia vital ya había pasado Luis y ahora estaba intentando amoldarse. Tampoco se estaba mal del todo allí. Será cuestión de acostumbrarse.

Estaba reflexionando sobre su antigua vida y su nueva existencia, cuando el sonido de la campana lo trajo a su esquelética habitación. Se ha despojado de su pijama y se viste con ropa cómoda para ir al desayuno. Allí, en su nuevo hogar, los horarios hay que respetarlos al máximo. Son muchos y la organización en un sitio así es fundamental. Cerró con suavidad la puerta y bordeo el patio para dirigirse al gran espacio que hacía de comedor. Poco a poco, le iban sonando algunas de las caras que se iba cruzando en el día a día y aunque todavía fuera pronto para entablar amistades, sus sensaciones eran positivas. Sabía que, más tarde o más temprano, podría pasar grandes momentos de tertulia con los que ahora eran sus nuevos compañeros.

Tras el desayuno, era el momento de pasar nuevamente por su habitación para poder descansar y seguir haciendo reflexión de su vida, de sus actos, de sus logros y cómo no de sus errores. Era una de las tareas que le habían encomendado desde que llegó a su nueva casa. Todos los días dedicaba un buen rato a recordar su pasado, sus vivencias, sus éxitos y sus fracasos. Fueron más los primeros que los segundos, pero también hubo momentos duros en su vida, en su profesión. Una profesión que le llevó desde Utrera a Sevilla pasando por Madrid, Turín y la ciudad eterna. Fueron veinte años sobre el césped y recorriendo kilómetros para satisfacción propia y de todos los que pagaron una entrada para verlo jugar. Ahora esos recuerdos se pierden en esas tardes de gloria que disfrutó con un balón en los pies.

Se ha reclinado sobre la pequeña almohada y entre imágenes del pasado comienza a entrar en un duermevela tan agradable como sus evocaciones de aquella tarde que llegó a debutar a mediados de octubre en Badajoz. Antes de esa fecha, sus días en la zona de San Jerónimo habían sido los de un chico de corta edad que comenzaba a buscarse la vida en la próspera industria de la aviación que tanto bien estaba haciendo a la ciudad hispalense. Recuerda que, tras la dura jornada de trabajo, lo que más le gustaba era jugar al fútbol en los equipos del barrio como el San Jerónimo, El Alegría o el Retiro San Miguel.

La banda izquierda era su territorio preferido, aunque lo que más le gustaba era correr sin descanso. Destacaba entre los chavales que compartían vestuario y camiseta, pero en su mente no figuraba ganarse la vida dándole patadas a un balón. Sobre todo, porque su padre Bonifacio había fallecido muy pronto y todos los hermanos debían ayudar en casa para sacar adelante la familia. Pero una cosa es lo que uno piensa y otra muy distinta el destino que tenemos marcado desde que llegamos al otro mundo. Y Luis había llegado a ese mundo para marcar una época.

Y la va a comenzar a escribir muy pronto. Una mañana después de un partido, alguien quiere hablar con ese chico corto de estatura, pero fuerte como un roble, que la lleva cosida al pie y que siempre tiene la cabeza levantada oteando el horizonte donde poder inventar, crear y fantasear. Luis recuerda que ese hombre venía para ficharlo por el Real Betis. Un club que estaba atravesando un desierto de penurias, fatigas y muchas batallas libradas en ridículos campos de arena y fango. A ese club herido y doblado, pero nunca quebrado, llega Luis, aunque antes de dar el salto a la profesionalidad, los gestores deciden que debe foguearse en Utrera para que pueda sacar el carné de futbolista. En un corto periodo de tiempo da cuenta de su clase, pundonor, estilo y carácter ganador. El diamante está a punto para que comience a brillar.

Luis se ha despertado sobresaltado. El calor va en aumento en la habitación y no sabe muy bien cuánto tiempo lleva dormido. Aun así, da por bueno ese tiempo de descanso pues los recuerdos que han venido a su mente han sido gratificantes y muy agradables. Ahora tiene que darse una buena ducha antes de dar un paseo por esa especie de claustro que rodea su habitación y los jardines anexos.

Acaba de terminar de asearse y solamente le falta ponerse unos zapatos cómodos para dar la caminata matutina. Ha quedado con viejos amigos con los que se ha reencontrado en su nuevo hogar. Cierra la puerta con sigilo y al girarse contempla al fondo del pasillo al grupo de vascos como él los define desde siempre. Se saludan y los cinco salen por una de las puertas laterales que los conduce a un gran jardín historiado con abundantes figuras de diosas griegas y romanas. Con una temperatura más que agradable por el frescor que desprende el recinto, la conversación deriva hacia los años que comenzaron a jugar con la camiseta de las trece barras. 

Años muy difíciles, crueles, llenos de miserias, apuros, rifas y terrenos donde había más patadas que fútbol y más mala leche que excelencia. En esos años tristes y complicados para los béticos que venían de pasar un calvario por la tercera y segunda división, fue donde se fraguaron dos aspectos esenciales para la historia del Real Betis. Uno, el Manquepierda. Ese grito profundo de esperanza y amor en los peores momentos. Y el otro, la llegada al club del mejor jugador que ha vestido la casaca verdiblanca. Los cuatro vascos con los que comparte charla le recuerdan a Luis su llegada al equipo en octubre del 54 en Badajoz, como encandiló en el campo del Atlético Tetuán, con gol incluido, y, sobre todo, el ascenso a primera división que consiguieron en el primer día de junio de 1958.

Portu, Larrinoa, Areta y Ríos le recuerdan que él fue el fútbol en mayúsculas, el hombre que devolvió la ilusión y enseñó el camino hacia nuevas esperanzas para el beticismo. La luz en las tinieblas verdiblancas. Y esa luz brilló de forma especial un 21 de septiembre de 1958, cuando los que llevaban años reinando en la Sevilla futbolística tuvieron una cura de humildad con los goles de Del Sol, Areta y Kuszmann por partida doble.

Entre la animada conversación y algunos chascarrillos se ha ido la mañana. Ha llegado la hora de almorzar, pero antes debe pasar por la habitación para ordenarla y de paso dejar en el cesto la ropa sucia que en breve se llevarán las encargadas de la colada. En su nuevo hogar todo funciona a la perfección, no en vano el jefe de la institución donde ahora pasa sus días le llaman el Todopoderoso. No lo ha conocido todavía, pero tiempo habrá de saber qué rostro tiene alguien con tanto poder.

Ahora toca ir a almorzar. Al abrir la pesada puerta de madera de su celda, se encuentra de sopetón a la religiosa Ángela que viene acompañada por dos hermanas novicias que son las encargadas de la lavandería. Tras entregarles todo lo que tiene para la colada, sale por el pasillo que lo debe conducir a la celda donde lo espera un amigo muy particular. La amistad con Alfredo, este viejo gruñón argentino, le viene de los dos años que estuvo jugando junto a él por Chamartín.  Curiosamente, uno de los más grandes quería tenerle siempre a su lado. Sí, a Luis, a aquel chico que entre barracones y aeroplanos había destacado en el Real Betis.

Tras dejar la bandeja en la mesa, Alfredo le recuerda esos dos años de vinos y rosas que vivieron vestidos de blanco. Seis millones y medio de pesetas lo llevaron al coliseo de la Castellana para brillar en un arcoíris de estrellas. En dos años consiguió más de todo lo que podía soñar cuando empezaba en San Jerónimo. Una Copa de Europa, un Campeonato Internacional, dos Ligas y una Copa de España. Y todo ello, jugando con Alfredo que lo quería como un hermano. Se lo recuerda cuando están acabando el postre.

Y de por medio, la llegada a Italia. Alfredo nunca le perdonará que se fuera a Turín pues con él disfrutaba jugando, al entenderse como solamente lo hacen los grandes de este deporte. Pero el club de Chamartin necesitaba cash para construir la nueva ciudad deportiva blanca.

Además, Alfredo comprendía que la onda expansiva de fútbol que había provocado su amigo traspasara la frontera y hubiera llegado a los oídos y ojos del capo supremo de la vecina Italia. Gianni Agnelli, ingeniero y dueño de la FIAT puso encima de la mesa 35 millones de pesetas para vestir de “bianconeri” al niño bautizado en la Macarena. De las murallas de San Luis al Santuario de la Consolata.

En esos recuerdos estaban cuando las luces del comedor comenzaban a apagarse para invocar a los más despistados que era la hora de pasar por los aposentos para descansar y dejar al estómago tranquilo para que hiciera su trabajo. Luis se despide de Alfredo y le cuenta que ya seguirán recordando viejos momentos. Tiene que descansar pues esta tarde tiene cita con su grupo de amigos vascos. Una cita muy importante a la que no puede faltar por nada del mundo.

Tras comprobar en la habitación que las hermanas han recogido todo con el mimo y cariño que las caracteriza, Luis se pone cómodo para tumbarse en la cama. Sus pensamientos se van a un 16 de septiembre del 62 cuando se produjo su debut en la Serie A. Pocos, muy pocos jugadores españoles, podrían decir que han jugado en la liga italiana y menos que hayan triunfado dejando tanta huella como hizo Luis.

Y más cuando muchos en España pensaron que no triunfaría en el Scudetto porque era una liga más complicada, más física. Pero se equivocaron porque Luis era un ciclón, un portento físico, por no hablar de su talento personal. Tal fue su despliegue de juego pero, sobre todo, de fuerza y pundonor que los aficionados turineses, la tifosería blanquinegra, le apodaron “sette pulmoni”.

Allí en Turín pasó eso que los portugueses llaman saudade y que, no es otra cosa, que ese sentimiento próximo a la melancolía que se genera por la distancia con el verdadero hogar. Pero Luis se olvidaba de todo cuando se calzaba las botas y se disponía a disfrutar con lo que más le gustaba en el mundo. El fútbol fue su pasión absoluta, su modo de realizarse como persona en ese mundo terrenal. En la Vecchia Signora lo fue todo y eso endulza sus sueños más profundos. No es fácil que un foráneo se haga con la capitanía de la escuadra alpina y Luis lo hizo. Igual que no es fácil poner boca abajo el estadio Comunale y también lo hizo. Por todas estas razones, pudo contemplar con orgullo su nombre en el pasillo de la fama del nuevo Dele Alphi junto a leyendas como Sivori, Boniperti, Zoff, Baggio, Buffon o Del Piero.

Se ha despertado de la intensa siesta que le ha permitido rememorar su pasado glorioso. Hablando de ese pasado memorable, Luis recuerda que, antes de la gran cita del día, ha quedado con alguien muy especial. Le han comentado que llegó a esta estancia divina dos días antes que él. Tiene ganas de verlo nuevamente pues compartieron los colores de la Juventus, pero las casualidades de la vida les hicieron no coincidir ni como jugador ni en la presidencia. Han quedado en el claustro para un primer saludo, pues ya tendrán tiempo para tertulias y coloquios.

Giampiero Boniperti viene con ese porte de elegancia y distinción que tienen los italianos. Cuando lo ve acercarse por el pasillo, Luis piensa que son tremendos, diferentes, únicos. Tras un largo e intenso abrazo, se sientan en un pequeño banco situado junto a la fuente que preside el patio.  Pasan un rato agradable recordando que Boniperti dejo de ser profesional en el 61 y que Luis llegó a Turín en el 62. Pero todavía hay más curiosidades. Cuando Luis partió hacía la ciudad eterna en el 70, Boniperti se haría con la presidencia del club turinés. Se ríen cuando piensan que tuvieron vidas cruzadas, aunque nadie les quitará el placer de compartir las mismas pasiones como fueron el fútbol y la Piamontesa Madama.

Siguieron hablando durante un buen rato sobre sus años en la fría Turín, de las dificultades para combatir el dominio de los equipos milaneses, de sus brazaletes de capitanes y de su paso por la Roma, del inimitable Helenio Herrera. Llega el momento de despedirse, pues Luis ya piensa en el importante acto que tiene esta tarde con sus amigos vascos.

Se dirige con paso firme por el pasillo que le lleva a su celda. Va pensando en lo que va a ponerse para el estreno tan importante al que va a asistir. También va reflexionando sobre su paso por la selección española, donde se vistió con la casaca roja en dieciséis ocasiones. Allí tuvo sus instantes de gloria y penurias, donde destaca la consecución del Campeonato de Europa en el 64, aunque sus discrepancias con el seleccionador de por aquel entonces, José Villalonga hizo que dejara la concentración para partir hacia tierras italianas. Su carácter directo, sin fisuras, de frente le hizo preferir Turín a un banquillo que no se merecía.

Tras abrir la puerta y dirigirse al baño, Luis deja su mente en blanco para despejarse de tantas emociones bajo el cálido caño de agua que golpea su cuerpo. Tras la reconfortante ducha, se viste con rapidez pues el tiempo se le echa encima. Luis nunca fue presumido, pero hoy quiere ir elegante imitando a su amigo Giampiero. Son las ocho y cuarto y a las nueve de la noche comenzará el encuentro allá por Heliópolis. Llaman a la puerta y Luis se apresura a abrir para saludar a Portu y demás amigos vascos. Éstos le confirman que Barrinaga, Rogelio y Alabanda también van a asistir a la platea que tienen reservada.

Tras pasar por varias salas e instalaciones, se encuentran en la entrada del palco. Se funde en un gran abrazo con los tres nuevos allegados verdiblancos. Todos comienzan a escuchar los cánticos y el estruendo del estadio y comienzan a notar ese gusanillo que todos sintieron cuando se pusieron esa camiseta de las trece barras. Un asistente los acompaña a sus localidades para que puedan tomar asiento. Aunque la distancia es grande hasta el césped, se ve bien el campo y se siente el ambiente inconfundible de ese primer partido de liga. El arranque ligero ha querido emparejar al Betis con el equipo de la Tacita de Plata con lo que un derbi andaluz en un buen plato para comenzar la temporada.

Está a punto de comenzar el encuentro y Luis sigue pensando en ese letrero colocado justo a la entrada del palco que acaban de ocupar. Se ha fijado perfectamente que, sobre un recuadro de madera con letras negras y de estilo moderno, se podía leer Cuarto Anillo. Ahora, es cuando toma conciencia de lo que es la eternidad y de lo que se siente viendo al equipo de su vida desde ese lugar privilegiado.