Armado Rendón Aguilera @armandoren…la abrió y allí estaba. Mecanografiadas a sangre y fuego las palabras que llevaba deseando escuchar o leer desde que aquel día de febrero lo trajo su madre al mundo…y entonces, ya nunca más hubo vuelta atrás.

Ella, tenía marcado a fuego sus orígenes del barrio de la “Calzá”, perteneciendo a una de esas familias que se asentaron junto a San Benito, en la antigua Calzada de los Caños de Carmona, que debía su denominación al acueducto que discurría paralelo a ella, allá por el siglo XIII. Posteriormente pasó a conocerse como Calzada de la Cruz del Campo, siendo conocida ya a finales del siglo XIX como calle Oriente, por su condición de eje rectilíneo de levante de entrada a la ciudad. Hoy, como todos sabemos, se denomina Luís Montoto y junto a esta calle se destapan las ilusiones del otro equipo de la ciudad. La vida en el barrio se salpicaba periódicamente con las visitas al Pizjuán, cuando abrían las puertas en los últimos minutos, eso sí.

El padre de la familia, más torero que futbolero, llevaba a toda la “trupe” a sentir el pálpito de todo un campo, el olor a césped y la pasión por el deporte rey. San Benito, el Sevilla, Cantores de Híspalis, ella vivía aquello como lo suyo, aunque como parte de la hermandad de San Benito (la Encarnación es la Palomita de Triana) había un no sé qué, que la arrastraba a Triana.

Los abrazos de sus hermanos, la felicidad de su padre, el estrépito que rodea a los partidos de primera división, fueron para ella un aliciente para acercarse cada quince días, quince minutos dentro y quince de camino, para sentirse una más de aquel sentimiento que se vivía en Nervión. Y así, al nacer su hijo mayor, le hablaba de Scotta, de cómo su padre los agarraba a los cuatro del brazo y los metía por el vomitorio a vivir de pie, incómodos, aquel rayito de luz en unos tiempos donde todo iba a la contra, todo era difícil y el régimen no te permitía ser feliz, si tu origen era humilde.

Pero no tuvo éxito en el empeño de inculcar todo eso a su primogénito, “por el otro lado” había algo más, mucho más. Aunque su historia era enternecedora, sentimental y verdadera, había algo en esa otra parte que, sin hacer ruido, sin fuegos artificiales ni algarabías, hacía sentir distinto. Vete tú a saber el qué.

A pesar de que su padre eligió a su primogénito como “su nieto” favorito, al que prácticamente criaba diariamente, al que le metió el veneno del arte y el miedo de Curro Romero, al que aficionó al té con limón y azúcar, al que le compraba todos los soldaditos de los sobres de los puestos, mientras se lo llevaba a los “viejos” de la Gran Plaza a echar su partidita de cartas o dominó, a pesar de todo ello, nunca pudo colarle en las venas nada en rojo, perdiendo la partida contra la fuerza omnipresente de un sentimiento en verde que le llegaba desde la otra parte de su familia. Esa parte callada, serena, de miradas verdaderas, donde una vez eliges, hay que darlo todo, “manque se pierda”.

Así fue como su hijo, se convirtió en el infiltrado en una familia de fieles seguidores sevillistas. Ella, lo intentaba, pero el intento se desvaneció y dio por buena la derrota, como buena madre. Las dos siguientes, con más o menos fe, siguieron los pasos del mayor, empezando a dejar ya en minoría a la madre que se sentía superada ya en número, fuerzas y, aunque las derrotas seguían siendo mayoritarias en verde y blanco, en convicción.

Pero al tiempo, de rebote, sin que nadie ni nada lo previese, ella volvió a ser madre de un niño que “sin querer queriendo” se convirtió en el más querido para todos y, como no, para ella. Con él sí pudo ejercer esa maternidad madura, calmada y más cercana que le facilitaban algo más la situación y el entorno. Con él, sus días pasaban entre carreras, cariños, abrazos, risas y, sobre todo, mucho amor. Como padrino del menor dio el testigo a su hermano, otro sevillista de “La Calzá” que acogió a aquel nuevo miembro familiar con todo el cariño que se puede recibir a un sobrino. Y él “enano” se ganaba todo aquello que recibía, de sobra. Su madre, lo “mangoneaba” a su antojo, empujándolo a sentir por los de Nervión, lo que ninguno del resto de la familia sentía. Y aquello empezó a ser parte de la convivencia familiar, generándose entre madre e hijo una especie de conexión difícil de traspasar.

Pero claro, allí se respiraba en verde y blanco y el menor empezó a verse arrastrado por la silenciosa corriente que lo inundaba todo desde más allá de la Palmera. Su hermano, cual evangelista, le contaba como eran los partidos en Heliópolis. Su padre le regalaba camisetas color esperanza y sus hermanas, más listas que ninguno, le aconsejaban apostar todo al verde cuanto antes.

Puede que todo cambiase en un partido de segunda división. Él iba acompañando a su hermano mayor a un partido contra el Athletic de Bilbao B, sí, el B. Su ilusión era ver caer a aquel equipo de segunda que, a pesar de ello, seguía llenando aquel viejo estadio. Y en cuarenta y cinco minutos, aquellos futuros leones le habían metido tres goles a todo un equipo seguido por una infantería enorme que seguía animando a pesar del ridículo terrorífico. Él miraba a su alrededor y no se lo creía, mientras su hermano mayor lo miraba y le decía con calma y seguridad “sí, este es el Betis y así lo queremos”. Y en aquella segunda parte, el menor lloró desconsoladamente al ver como aquel equipo muerto resucitaba, váyase usted a saber porque ni de donde, y lo que antes era ridículo, se empezaba a convertir en gesta. Ésta no se produjo, pero aquello no se borraría jamás de la cabeza de aquel pequeño que no concebía como los que allí estaban disfrutaban del “manquepierda” en su máxima expresión.

No pasó mucho tiempo hasta que todas y cada una de aquellas silenciosas pistas, lo llevaron a que decidiese lo que decidió: regalarle por Reyes a su hermano dentro de una cajita de madera, escrito en papel de “tomar pedidos” de su padre, algo tan simple y tan único que ya se le quedaría ahí para siempre, sin remisión “….ya lo has conseguido….ya soy del BETIS”.

Foto Principal: Kiko Hurtado