Armando Rendón Aguilera @armandoren Se despertó como cualquier otro día, sintiendo la alarma dentro de su cuerpo, en aquella herramienta de conexión interpersonal, que en aquel año de 2907 todos tenían implantada en su cuerpo.

Respiró hondo, y se levantó de aquella especie de cueva espacial que le servía para descansar unas pocas horas al día. Transmitió ordenes por conexión inalámbrica al “ciborg” que hacía las veces de asistente casero, para que pusiese la cafetera, las tostadas liofilizadas y aquella especie de mantequilla, que de lácteo tenía ya poco, o más bien nada.

Se miró al espejo, donde aprovechaba para ir viendo las noticias que se iban proyectando sobre el mismo. Se decantó por ver las últimas noticias sobre la desaparición como medio de pago de los bitcoins, que habían sucumbido ante la aparición de la nueva herramienta de intercambio, el “DelSol”, globalmente aprobada por las distintas agrupaciones que dominaban el planeta. No era especialmente guapo, pero sí atractivo y sobre todo feliz, a pesar de la convulsa época que le había tocado vivir.

Su familia continuaba dormida, por lo que minimizó al máximo cualquier ruido para no despertarlos. Repasó la reunión que había tenido el día anterior en la “oficina”, manteniendo pulsado el botón de retroceso de la cámara que llevaba implantada junto a su oreja izquierda y donde grababa todo aquello que le resultaba útil y no estaba prohibido por el gobernador “omnipotente”, elegido por los eminentes matemáticos superiores que, a su vez, eran seleccionados de entre los expertos más destacados y brillantes de la sociedad (tras superar innumerables pruebas). Todos los odiaban, pero nadie se quejaba por temor a las represalias del ejército de hackers al servicio del gobierno.

Su mujer, también dormía. La conoció a través de una aplicación en las que, con múltiple información personal de todo tipo, se conectaban los humanos, manteniendo encuentros virtuales, inicialmente acompañados con sus amigos, antes de dar el paso para verse en persona. Como le gustaba hacer algo de ejercicio antes de iniciar su rutinaria jornada laboral, se descargó una sesión de entrenamiento y en menos de diez minutos, sin moverse del sitio, estaba empapado en un sudor frío, que absorbió la propia ropa que usaba y que se recicló inmediatamente a través de una pequeña cánula que conectaba con el espacio reservado para los distintos residuos del hogar.

El mundo en el que habitaba no conocía de diferencias entre los distintos extremos del planeta. Todo era como un decorado donde se replicaban una y otra vez los mismos habitáculos, los mismos colores, las mismas utilidades electrónicas y, por supuesto, los mismos derechos y obligaciones para todos los que habitaban en él. Sin embargo, él se sentía afortunado, feliz y diferente.

Además de tener a una familia como la que tenía, él seguía guardando esa chispa por vivir, esa alegría que, a pesar de las dificultades, de todo lo rutinario, mantenía en él, esa esperanza por seguir disfrutando de cada segundo de su existencia. Sabía que cada quince días, podía ir a verlo y eso lo mantenía con vida, a él y a muchos. Sabía que eso lo mantenía en gran medida en pie. Lo sentía como un “recargador” de energía que lo empujaba a vivir. Sabía que eso lo hacía diferente a gran parte del resto. Sabía que no era uno más.

Seguía, como durante el resto de su vida, deseando que cada quince días volver a disfrutar de algo que no había cambiado un ápice por mucha innovación y cambios que se hubiesen producido. Sabía que él, seguiría allí. Y así fue, como ese día, tras su rutinaria jornada exhaustiva laboral, cogió su bufanda, su bocadillo de tortilla y se dispuso a trasladarse al Villamarín, para ver a su Betis, ese que lo mantenía asido a la esperanza de que por mucho que todo cambie, el sentimiento permanecía imperecedero y la vida merece la pena siempre vivirla, sobre todo si predicas junto a los tuyos la fe bética. Y entonces, sonrió sin más.