Hasta que comience la pretemporada vamos a publicar en Sentir Bético una serie de relatos que Armando Rendón Aguilera, Pablo Caballero Payán y JJ Barquín escribieron hace un tiempo y que se quedaron en el baúl de los recuerdos del proyecto de un libro que finalmente no vio la luz y que ahora hemos decidido abrirlo para todos ustedes. Gracias por la lectura y deseamos que disfrutéis de ella.

JJ Barquín @barquin_julio Esta historia comienza en las tierras profundas de Soria. Allí, cerca del Moncayo lugar mítico y lleno de misterio, que tantas veces sirvió a Machado como escenario para sus versos: ¿No ves Leonor, los álamos del río, con sus ramajes yertos? Mira el Moncayo azul y blanco. Dame tu mano y paseemos. Castilla pura, éxtasis de amor para el poeta sevillano que vivió sus años más felices en esa ciudad que lo recuerda para siempre en la ermita de San Saturio, a orillas del Duero.

Pues allí, en lo más profundo de la Soria mísera y olvidada, nacieron tres hermanos. Carmelo, Antonio y Julio. Y allí, en Valdenegrillos, pasaron una dura infancia llena de horas de campo, ovejas, cabras y soledad. Poco más se podía hacer en esa España de postguerra. Trabajar desde muy pequeño para ayudar a la carcomida y maltrecha economía familiar. Nada de juegos, nada de ocio o esparcimiento. Ni un capricho, ni una alegría. Existir era una obligación. Vivir un regalo.

Y tras ese periodo de niñez, la única salida con algo de decoro que un padre podía ofrecer a su hijo era el Seminario. Con tono serio y seguridad en sus palabras, Adrián pensaba en el futuro de unos de sus hijos cuando le comentaba a Milagros, “será un hombre de provecho y algo bueno le enseñarán los curas”. Y así fue, como el más pequeño Julio, tuvo que salir para Burgos e ingresar en un seminario. Fue un espejismo, una experiencia fallida. Aquello no era para él, así que le escribió a su padre para que fuese a recogerlo. Dejar los libros y la vida piadosa, tendría consecuencias. Habría que volver a los pastos, a las largas horas bajo el sol y al zurrón con un poco de pan duro y algo de queso. Lo único positivo de aquella situación, que regresaría con sus hermanos.

Y así pasaron varios años, hasta que llegó el momento de cumplir con la patria. Había que hacerse hombres, como si los muchachos de esa época no lo fueran ya. O eso decían los viejos que se sentaban en la plaza mayor de San Pedro Manrique al ver cómo se reclutaban a los jovenzuelos de las aldeas colindantes. Y la llamada a filas llevó a Antonio de los ocres campos de Castilla a la azulada San Fernando. La noche y el día. Del frío castellano a la luminosa y ardiente Cádiz. Andalucía y Castilla, dos universos antagónicos pero que, como los polos opuestos, se atraen.

Tras los días de mosquetón, desfile, entrenamientos, guardias y novatadas, Antonio completa su deber con la nación y tira de su hermano Julio para atraerlo hacia una tierra que ofrecía oportunidades y un futuro más prometedor. Cádiz ya no era esa floreciente puerta de América, pero brindaba un mundo de posibilidades impensables en su tierra natal. Y ese futuro comenzó en la calle Compañía. Una estrecha calle llena del bullicio que fluye entre la Catedral de Cádiz y la Plaza de las Flores, como vasos comunicantes de la algarabía, la gracia y el arte de la tacita de plata. Allí, en una pequeña tienda de comestibles, Antonio y Julio se convirtieron en “chicucos”, palabra que trajeron los primeros cántabros que se asentaron en la Cádiz colonial y que definía al mozo de almacén que empezaba desde muy abajo a conocer la profesión.

Allí empezaron a aprender un oficio, a vivir un mundo de trabajo, pero también de nuevas sensaciones, de calles inéditas, de frescos olores, de noveles lugares, y de conversaciones y amistades inesperadas. Y, por supuesto, de un clima y unas costumbres que nada tenían que ver con su tierra castellana.

Eran felices en Cádiz. Habían dejado atrás la desdicha y entrado en otro mundo. Un mundo muy distinto al sufrido hasta entonces. Cádiz les ofrecía bullicio, alegría, desparpajo, ingenio, luz, sal y vida. La calle Compañía era su isla particular dentro de ese universo de color y alegría que iba desde Puerta Tierra, pasando por el Parque Genovés, la Alameda Apodaca y terminaba en las Murallas de San Carlos. Para completar esa feliz estancia, la fiesta de Cádiz les provocó otro choque existencial. La ciudad en Carnaval era una explosión de coplas, color y alegría que impresionó a los hermanos. De la seriedad castellana, al gracejo y el ingenio gaditano. De la formalidad castellana al doble sentido gaditano. 

Y para completar ese mundo nuevo, lleno de color y emociones, apareció el fútbol. Mejor dicho, apareció una pasión. Todos los Domingos, siempre y cuando no hubiera que acompañar a las hijas del jefe al cine Andalucía, Antonio y Julio salían disparados hacía el Campo del Mirandilla. Previamente habían tenido que sortear las callejuelas de Santa María y arrodillarse ante el Greñuo, para después toparse con la Cárcel vieja. Tras esas paredes, y con las Puertas de Tierra a un lado y el mar de fondo, el terreno de juego era su universo personal. Allí, oliendo a salitre y rodeados de historia, los hermanos Moreno jugaban y jugaban partidos hasta que la noche cubría la Tacita.

Esa pasión fue creciendo entre partidos, Domingos y nombres históricos en las portadas de los periódicos. Estamos hablando de los tiempos en que el Diario de Cádiz hablaba del equipo local y de los equipos más representativos de los pueblos cercanos como Chiclana, Puerto Real o Barbate. Pero en esa España de los años 50, de lo que se hablaba futbolísticamente era de Gento, Ramallets, Zarra, Gainza o Molowny como estrellas nacionales. Si había que fijarse en alguien de fuera de nuestras fronteras la chavalería soñaba con parecerse a Puskas, Garrincha, Eusebio o Di Stéfano. Julio y Antonio no eran distintos a los jóvenes de la época y cada tarde soñaban en ser algún día uno de los grandes.

Pero la vida no es un sueño como diría Calderón de la Barca. La vida es dura y complicada y pocas veces se cumplen los sueños de los adolescentes. Antonio y Julio piensan en prosperar abriendo un negocio propio y meditan que en una ciudad más grande puede haber más oportunidades. Además, su hermano Carmelo tiene pensado tirar de sus padres para instalarse todos juntos y volver a ser una gran familia unida. Sevilla es la elegida para hacer posible el reencuentro y, a la vez, poner en marcha su tienda de ultramarinos. Podía haber sido cualquiera de Andalucía, pero la cercanía hizo que no se embarcaran en más aventuras, que ya de por sí abrir una nueva vida y un nuevo negocio era todo un reto.

Dicho y hecho. En los primeros meses de 1958, los hermanos Moreno buscaron suerte en la que un día fue capital del mundo. Ellos, con esa humildad castellana, no aspiraban a tanto, pero sí veían en la ciudad del Guadalquivir una oportunidad de seguir prosperando y ganándose la vida por sí mismos, sin depender de nadie. Era el momento de poner en práctica todo lo aprendido en la vieja tienda de la calle Compañía.

Pero también era el momento de seguir divirtiéndose con el fútbol. Y eso que se dieron cuenta de que habían llegado a la ciudad perfecta, a la urbe que vive como pocas la pasión por el fútbol. Dos equipos, dos rivalidades, dos maneras de sentir la locura de los noventa minutos. Para dos sorianos recién aterrizados a Sevilla, que la ciudad tuviera dos equipos de fútbol era una bendición balompédica. Si con el tiempo, las cosas iban medianamente bien, podrían ir cada fin de semana a un campo para ver en directo a los grandes de España. Pero para llegar hasta ese momento había que trabajar mucho y bien para conseguir su sueño de ver a las estrellas en el Pizjuán y en el Villamarín. Al principio de su estancia, el arranque del negocio exigía mucho tiempo y dinero y, por consiguiente, no se podían permitir el lujo de sacar un abono para los dos campos, pero con el tiempo lo conseguirían.

El Cerro del Águila fue el barrio donde vinieron a establecerse para dirigir su destino. Allí, en la confluencia de la calle Afán de Ribera esquina con Álvarez Benavides, Antonio y Julio comenzaban su sueño de vida. El sueño del barrio había comenzado mucho antes. Concretamente, en la década de los años veinte, debido a la demanda de suelo barato para acoger a todos los inmigrantes que llegaron a la ciudad para trabajar en la construcción de la Exposición Iberoamericana del 29. Completada la exposición, el siguiente reto del barrio en los años cuarenta fue dar cobijo a los trabajadores de la fábrica textil de Hytasa, en cuyas naves trabajaron muchos de los vecinos del barrio.

A finales de los cincuenta, el Cerro era un pueblo dentro de Sevilla. Un barrio pintoresco donde vivía gente humilde y trabajadora junto con ciertos personajes de mal vivir, que hacían de la picaresca y el peligro su modo existencia. Y como barrio peculiar había personajes que le daban vida. Uno de ellos, era “Pianillo” que había sido bautizado con ese apodo por ir siempre por las callejuelas con su burro tirando de un extraño instrumento musical que más parecía un organillo que un piano. Con el tiempo se convirtió en la banda sonora del arrabal y lo poco que caía en el platillo tras cada actuación, se lo gastaba en las tascas de la zona.

En este hábitat humano comenzaron su andadura los hermanos Moreno. Y tras siete meses desde su llegada, la ciudad estaba pendiente de una fecha clave en la historia deportiva de la urbe. A principios del mes de septiembre, se había inaugurado el Sánchez Pizjuán con un partido amistoso al que se invitó al Real Jaén, que por aquel entonces militaba en la primera división española. Habría sido un día perfecto para que Antonio y Julio pudieran disfrutar de esa pasión que llevaban tiempo deseando vivir en un recinto de otras dimensiones a las que habían conocido anteriormente.

Pero las intensas gestiones de Paco, un mozo de almacén que trabajaba en un bar cercano, no habían dado sus frutos. La cantidad de compromisos que tenía que atender su contacto dentro del club había enterrado las opciones de asistir al partido. Aun así, Paco les aseguró que tendrían sus entradas para el primer partido de liga puesto que su conocido en el club le había prometido dos entradas para el 21 de septiembre.

Y la casualidad o quien sabe si las musas, hicieron que la segunda jornada de esa liga enfrentara al equipo de Nervión con el Real Betis Balompié. En aquellos momentos la rivalidad volvía a su máximo esplendor porque los heliopolitanos habían surcado el desierto de la segunda y la tercera división durante quince años. Habían sido años muy duros, donde los vasos comunicantes habían estado en los extremos. Mientras que los blancos habían ganado una Liga y logrado tres subcampeonatos, los verdiblancos habían caminado por el infierno.

Un infierno que había comenzado con el descenso a Segunda en el 43 y a tercera en el año 47, curiosamente en el mismo lugar -los Viejos Campos de Sport de El Sardinero- que hacía años había ganado la Liga del 35. Un infierno que hizo pensar a muchos que sería el fin de ese equipo que había conocido las mieles de la Gloria antes que nadie en Andalucía. Pero esa historia de años en las catervas, en campos de tierra donde se forjó el Manquepierda, en vivencias que se sintieron en los viajes de tortilla y filetes empanados a Valdepeñas, Utrera o la llegada en tren a San Fernando para vivir el fin del túnel, sirvieron para construir la leyenda del Real Betis.

Una leyenda que comenzaron a sentir Antonio y Julio un 21 de septiembre de 1958. Y no pudieron elegir mejor escenario, aunque suene contraproducente. Ese día, los dos hermanos mientras cruzaban el Tamargillo, no podían parar de pensar que, entre sus manos, llevaban el mejor tesoro que les podían haber dado y que les iba a posibilitar ver un partido de primera división por primera vez en su vida. Como niños con zapatos nuevos, entraron al estadio con casi una hora de adelanto al pitido del árbitro. No querían perderse ningún detalle y disfrutar con todo lo que les pudiese ofrecer esa experiencia única que el destino les había puesto en su camino. 

Disfrutaron del ambiente, de los comentarios y las ocurrencias de sus vecinos de localidad y de lo que suponía ver en directo a cuarenta mil personas en un recinto recién construido. Y también disfrutaron de Cardoso, Campanal, Ruiz Sosa, Pepín, Szalay y Arza, por el bando local y de Ríos, Portu, Isidro, Azpeitia, Kuszmann, Areta y Del Sol, por el visitante. Los días previos, el partido se había vendido por la prensa sevillana como la lucha entre David y Goliat. Y no les faltaba razón.

Un equipo que venía de una gran década se enfrentaba a uno que había peregrinado por los campos embarrados, que había conocido los momentos de rifas para subsistir y que seguía en pie por la esperanza de su afición. Una afición que se había apoyado en el amor desmedido, incondicional y eterno para seguir a su equipo donde hiciera falta. Unos años donde había germinado la leyenda del Manquepierda como resumen esencial y sublime de lo que es el amor y la pasión sin medida. Pues con todos esos condicionantes, el partido terminó con victoria del Real Betis por un contundente 2-4. Del Sol, Areta y Kuszmann por dos veces, hicieron el milagro en verdiblanco.

Esa tarde, Antonio y Julio vivieron el encuentro como dos aficionados imparciales que solamente disfrutaban de su pasión por el fútbol. No había colores porque no había arraigo en sus corazones. Sevilla, Betis. Betis, Sevilla. Daba igual. Eran dos oportunidades para recrearse cada Domingo. Hasta cierto punto eran seres extraños en una ciudad pasional, de extremos, del todo o del nada. Pero llevaban poco tiempo como para poder entender algunas cosas que ya irían conociendo con el tiempo.

Y el tiempo fue pasando entre comestibles, mostradores, cámaras refrigeradoras y días de ajetreo de ventas al vecindario. Y, por supuesto, de visitas a los dos estadios de la ciudad. El amor al fútbol en su máximo esplendor. Una historia preciosa de devoción que se fue truncando con el paso de los Domingos, los partidos y las vivencias. Sin saber muy bien las razones, los hermanos fueron dejando de asistir a Nervión para comenzar a sentir un apego especial por el Villamarín.

Puede que influyera, sin ellos saberlo, esa tarde de septiembre donde vieron como el débil, en esos momentos, derrotaba al gigante engreído. Puede que fuese la particular forma de afrontar las alegrías, pero, sobre todo, de asumir las penas. Puede que fuese ese Manquepierda universal, el mejor slogan del mundo. Puede que fuese que les atrapase esa magia inexplicable que no se sabe muy bien qué pócima tiene para aprisionarte con mimo y delicadeza. Fuese lo que fuese, Antonio y Julio se alejaron del blanco para pintar sus corazones con trece rallas verdes y blancas que conservan hasta el día de hoy.

Antonio y Julio separaron sus caminos para seguir emprendiendo un negocio por separado. Julio siguió en el Cerro haciendo honor a los “tenderos” de toda la vida. Y siguió con su particular manera de compaginar trabajo y afición verdiblanca, como cuando compró no sé cuántas cajas de galletas para que la marca le regalará una pequeña televisión portátil donde vio la final de la Copa del Rey del 75, mientras atendía a la clientela. Y siguió asistiendo a los partidos los Domingos por la tarde y sorprendiendo a los béticos de su localidad por usar guantes hasta en verano para no comerse las uñas durante los partidos. Hoy, compagina largos ratos en su mundo paralelo, perdido en sus recuerdos, con momentos de ocupaciones domésticas. Por su parte, Antonio puso sus ojos en la Plaza de Abastos de Heliópolis para seguir creciendo. Allí se ganó el cariño de todo el barrio y después de traspasar el negocio, hizo de su chalé la casa de la cantera verdiblanca. Allí, con su mujer Marí Cruz, le dieron sustento y una cama a los Roberto Ríos, Recha, Ureña, Chano, etc. Pero fueron algo más, fueron los segundos padres de unos chavales que venían al club con la ilusión de triunfar algún día en el Villamarín. Hoy lucha contra sus dolores de huesos y su artritis en la casa que fue un día hostal del Betis.

Foto Principal: www.zendalibros.com/poemas-de-campos-de-castilla/