Pablo Caballero Payán Ni la incesante lluvia de las horas previas al partido supuso un impedimento para que el beticismo se echara a la calle. Nada podía enturbiar y deslucir el primero de los dos días que más bonita lució Sevilla. Además, la verdadera tormenta no era la que caía a plomo desde el cielo. La auténtica habitaba en los ojos de cada bético en forma de lágrimas de emoción. Había quiénes lloraban sin consuelo, como un chaparrón incontrolable. Otros, en cambio, regaban sus mejillas con un chirimiri lento y acompasado como las medias verónicas que Curro Romero dibujaba en La Maestranza.

Cesó el agua y el temporal se trasladó a los corazones verdiblancos en forma de nervios, incertidumbre, esperanza e ilusión. Como si fuera una estación de penitencia solemne se dirigió la fiel infantería bética hasta La Cartuja para mirar cara a cara al destino y preguntarle con descaro si le depararía gloria o decepción. Las dos metas, irremediablemente, se alcanzarían por el camino del sufrimiento, ese que nos ha acompañado siempre y del que, en cierto modo, nos hemos hecho dependientes. Con el corazón helado y expectante vimos como Miranda, uno de los nuestros, se encaminaba hacia el punto de penalti. Luego llegó el éxtasis cuando la pelota tocó las redes de la portería y el lateral bético se arrodilló llorando como solo lloran los que de verdad sienten en verdiblanco y volví a abrazarme con mi hermano como en 2005 y también con mis amigos para desterrar todos los sinsabores padecidos. Y tras el partido, de nuevo otra estación de penitencia hacia la Plaza Nueva pero muy distinta a la de la tarde. Regresamos al centro neurálgico de la ciudad como regresan las cofradías de barrio tras pasar por la catedral: alegres, pidiendo marchas, gustándose y haciendo disfrutar a todos. Poco o nada importaba la importante lluvia que había recibido nuestros cuerpos, aunque a más de uno le costó un resfriado de mírame y no me toques. La fiesta, como no podía ser de otra manera, continuó al día siguiente. Bajo un radiante sol esperaban miles y miles de béticos el paso del autobús para ovacionar y compartir la euforia y la alegría que todos sentíamos. Pude ver en los ojos de mis hijas la luz brillante y sincera de la felicidad infinita de ser béticas y entonces sentí que todo había cambiado y que nada volvería a ser igual. Porque desde ese día disfruto (y sufro) de mi pasión verdiblanca por mí y por ellas, que por vez primera vivieron con emoción la bendita condición de ser del Real Betis Balompié. Y como ellas, muchos niños y niñas que desconocían estas sensaciones y que se convirtieron en protagonistas imprescindibles de un espectáculo maravilloso, como también lo fueron aquellos béticos que habían perdido la esperanza de volver a vivir sensaciones como las vividas el 23 y 24 de abril del pasado año, dos días que se quedarán para siempre en nuestra memoria y en la de nuestra ciudad, que lució más bella que nunca teñida de verde, blanco y verde por cada rincón de sus calles.

Foto Principal: Ramón Navarro