Pablo Caballero Payán Se ha ido mi abuela Nati. El pasado sábado a mediodía se marchó en paz y con el cariño de toda su gente. Me deja el inmenso placer de haber sido su nieto y de haber compartido con ella más de cuarenta años. Me vio casarme con una preciosa niña de ojos azules que siempre quiso como a otra nieta más y disfrutó de sus bisnietas, Alba y Violeta, hasta el último momento. Y también me dejó unas anécdotas e historias que son la base de este artículo y que tienen como protagonista a su marido, mi abuelo Rafael, al que ha seguido amando con locura todos los días de su vida pese a que hace treinta y tres años que nos dejó. Tendría que haberle leído lo que ya tenía escrito sobre mi abuelo y me duele en el alma no haberlo hecho a tiempo.

En la Venta del Loco, en la carretera que unía San Juan de Aznalfarache y Gelves (hoy Avenida de Coria), nació el 14 de febrero de 1927 mi abuelo Rafael, bético por los cuatro costados y, sobre todo, un hombre bueno que desgraciadamente murió muy joven, con tan solo sesenta y dos años de edad. Dejó en mi vida un profundo vacío del que he sido consciente conforme he ido renovando calendarios. Yo era muy pequeño cuando falleció, apenas siete años, y entonces no sabía la magnitud de perder a un abuelo tan pronto. Ha sido con el paso del tiempo cuando me he dado cuenta de las cosas que me he perdido, la de charlas que habría tenido con él y la de recuerdos y anécdotas que me habría contado. En cierto modo, mi abuela y mi madre se han encargado afortunadamente de eso y puedo plasmar aquí alguna de las historias de él.

Con catorce años se iba andando desde San Juan a Heliópolis para poder entrar en el estadio los últimos minutos, cuando se abrían las puertas para que la gente se fuera yendo. Y encima, hacía parte del recorrido descalzo, para no desgastar sus humildes alpargatas y así evitar una buena bronca al regresar a casa. La familia de mi abuelo estaba compuesta por seis hermanas y tres hermanos, siendo él el mayor de los varones. Su madre trabajaba en un almacén de aceitunas y su padre en el muelle de Sevilla descargando y cargando barcos. En 1943, cuando nació la más pequeña de sus hermanas, su madre murió en el parto y a los pocos meses fue su padre el que falleció. Así que Rafael tuvo que ponerse a trabajar para llevar dinero a su casa y mantener a sus hermanos menores. Se colocó en la oficina de la empresa que llevaba la gestión de los trenes que venían desde Minas de Cala y algunos años después entró a trabajar en Abengoa, donde permaneció hasta su jubilación.

De sus hermanos y hermanas hay anécdotas curiosas que contar. De los nueve, cuatro eran béticos y cinco sevillistas. Y nada de aficionados tranquilos: muy pasionales, ocurrentes y forofos, sobre todo los del otro bando. Por ejemplo su hermano Antonio, que se fue a trabajar a Madrid y tenía la casa repleta de insignias, escudos, cuadros y figuritas del Sevilla. Cuando en 1997 bajaron a Segunda División le puso a cada objeto un crespón negro en señal de duelo. O su hermana Loli, de las mujeres más graciosas que me he echado a la cara y que tenía puesta una foto de Joaquín Caparrós en el recibidor de su casa. Tremendo lo de esta mujer, que se negaba a renovar el DNI porque decía que ya no iba a salir guapa en la foto y prefería mantener el antiguo en el que el retrato si era de su agrado. O su hermana Luisa, socia del Sevilla durante años y madre de Paco García Payán, actual delegado arbitral del primer equipo del club de Nervión.

Mi abuelo fue socio del Betis en la década de los sesenta y vivía con intensidad los partidos, hasta el punto de llevarse con los amigos un termo de tila que se tomaban para relajarse un poco. Los días de partido se levantaba ya nervioso y le decía a mi abuela que tenía que almorzar pronto para irse al fútbol. Ella, con bastante sorna, le respondía que si le ponía ya el plato de comida. Siempre que salía el tema del Betis en mi casa mi abuela me contaba las tres mismas anécdotas: la de la corbata, el cuello de la camisa y el paraguas. Preso de los nervios, mi abuelo se llevaba buena parte del partido enrollando y desenrollando la corbata que llevaba puesta. Y cuando no hacía eso, mordisqueaba el cuello de la camisa, que quedaba hecho polvo y que provocaba el posterior enfado y bronca de mi abuela. La del paraguas ocurrió, obviamente, un día que amenazaba lluvia y se lo llevó al partido. Lo estaba estrenando para la ocasión y lo tenía plegado en la mano. Marcó un gol el Betis y, de la emoción, golpeó con el paraguas el cemento de la grada y lo hizo añicos. Por su puesto, al igual que con la camisa, se ganó la reprimenda de mi abuela. Era tanto el nerviosismo con el vivía los partidos que cuando dejó de ir al estadio y tenía que escuchar los encuentros por la radio no sintonizaba la retransmisión del Betis porque se alteraba demasiado. Ponía la del Sevilla y se enteraba de rebote del resultado de los verdiblancos.

Todas estas anécdotas e historias son las que me habría encantado vivirlas con él, escucharlas de su propia voz. Por desgracia no conservo muchos recuerdos de mi abuelo. Yo tenía siete años cuando murió y no me dio tiempo de almacenar más vivencias de él. De ese puñado de momentos de nostalgia, tres tienen al Betis de por medio: la primera cuando nos llevó a mi hermano, a mi primo Javier y a mi al Benito Villamarín para visitar las instalaciones y terminamos jugando con una pelota en el césped; la segunda en una mañana de partido en la que, como cuando él era niño, fuimos para entrar los últimos minutos y, al acceder a la grada, se me quedó grabada la imagen del marcador de Gol Norte, que reflejaba un contundente Real Betis Balompié 6, Sabadell 0; y el último recuerdo con mi abuelo y el Betis de por medio fue tres meses antes de fallecer. Yo me encontraba con mi padre sentado en el escalón de la puerta de la calle y él estaba sentado en una butaca escuchando el partido de ida de la nefasta promoción frente al CD Tenerife. Cada vez que el equipo canario metía un gol, le escuchábamos desde la calle decir: “Pablo, otro”

Os aseguro que no ha pasado un solo día desde el 21 de septiembre de 1989 en el que no haya pensado en mi abuelo. Su imagen se me viene siempre que hablo con mi madre o con mi hermano; cuando veía a mi abuela, a la que siempre le brillaban los ojos cuando hablaba de él; o al pasar por la sede de Abengoa junto a la SE-30. Pero sobre todo me acuerdo de él cuando voy al Benito Villamarín. Ahí es cuando se me vienen al alma todas sus cosas, todos los recuerdos. Le veo andando descalzo por el Puente de Hierro de San Juan con sus alpargatas en la mano camino de Heliópolis para disfrutar fugazmente de su condición de bético y vivir con ilusión, nervios y esperanza la maravillosa sensación que se siente cuando ves sobre el verde césped a futbolistas defendiendo el escudo del Real Betis Balompié.

Abuela, descansa en paz y dile al abuelo que no me he olvidado de él ni un solo día de mi vida.