Pablo Caballero Payán Pasan los días y el corazón se me sigue acelerando al recordar todo lo vivido el pasado fin de semana. El torbellino de sensaciones que fluye por cada rincón de mi cuerpo no se apacigua y mientras me quede memoria dudo mucho que lo haga. Me aterra pensar que en algún momento de mi vida estos maravillosos recuerdos se borren de mi cabeza, por eso necesito plasmarlo con palabras, contar qué, cómo y con quién viví esta bella experiencia.

Escribí en otro artículo que me imaginaba una previa con la ciudad teñida de verdiblanco y fue así, pero la magnitud me sobrecogió. Desde primera hora de la mañana la gente estaba metida en el partido: las personas que paseaban por las calles no dudaban en animar y dar aliento cuando se cruzaban con aficionado béticos, al igual que los coches, las motos y hasta los autobuses de Tussam, que hacían sonar sus cláxones en señal de ánimo. Se fue cocinando lentamente un ambiente único, especial e infalible. Ni la inoportuna lluvia pudo parar las ganas de disfrutar, cantar y alentar. La alegría y la euforia se veían en cada rostro y asomaban por los ojos béticos desprendiendo una luz cegadora que iluminaba los negros nubarrones que ensombrecían el cielo sevillano. La borrasca no tuvo más remedio que dirigirse hacia otros territorios, dejando una tarde noche preciosa.

En el paseo hacia La Cartuja se palpaba la tensión. El partido se iba acercando y los nervios vencían la batalla a la ilusión, provocando unos escalofríos ayudados por la ropa aun mojada y unos pies cansados y empapados. Antes de entrar al estadio tuvimos el honor de tropezarnos con algunos integrantes de la plantilla campeona de Copa en 1977. Inmortalizamos el momento con una mágica foto con Del Pozo, López y Anzarda. Una vez dentro, la espera se hizo eterna. Y de nuevo vivimos un revoltijo de sensaciones: de la euforia y la esperanza tras el gol de Borja Iglesias a los nervios y el miedo a la derrota tras el empate valencianista, pasando por la desesperación viendo cómo se fallaban ocasiones que deberían habernos dado el título sin necesidad de una insufrible prórroga y su posterior tanda de penaltis.

Entonces llegó el momento de ponerse de pie y agarrarme a mi hermano para vivir la tanda de penaltis, buscando fuerzas y consuelo en el peor de los casos. Mi amigo Juan se escondió en su bufanda, incapaz de ver los lanzamientos béticos. Falló Musah y metió Tello. Si fallaba Gayá, campeones. Ahí me derrumbé y el llanto fue incontenible. Lo veía cerca y el ataque de nervios fue incontrolable. Transformó su penalti y Miranda se encaminó hacia el balón. Y como en 2005 cuando Dani se internó en el área para soltar un zurdazo inolvidable, todo pasó a cámara lenta. Unos cuantos pasos hacia atrás para situarse en la frontal del área grande, una carrera decidida y un golpeo seguro que terminó en gol haciéndonos campeones de Copa por tercera vez y provocando una explosión de sentimientos como jamás había visto.

El llanto ya no era por nervios y miedo sino por alegría. Me recreé viendo la ilusión de un chiquillo en los veteranos ojos del padre de mi amigo Jesús (suerte la tuya de poder disfrutar de este momento junto a él) y en la euforia de Rafa y de Manu. El abrazo con Juan, roto de emoción y alegría y con mi hermano y mi primo Ignacio, que por pura casualidad tenía el asiento muy próximo al nuestro. Luego llegaron los mensajes al móvil de amigos, de mi mujer (de infarto mi vida) y de mi padre, que vivió la tanda de penalti con mis hijas. Y ahí fue cuando comprendí porque estaba más feliz que en 2005. Sabía lo que estaban disfrutando Alba y Violeta y eso amplificó por cien mil millones la sensación de felicidad.

Y si bonito fue el sábado y las primeras horas del domingo, lo que se vivió en la tarde del 24 de abril por las calles de Sevilla fue antológico. Justo en la esquina del hotel Alfonso XIII con la calle San Fernando esperamos al autobús del Real Betis. Mis hijas eufóricas, mi sobrino de apenas dos años alucinado sin comprender la locura que contemplaba a su alrededor y mi hermano y yo emocionados por poder vivir junto a ellas, a él y a mis padres la infinita alegría de ser béticos.

Foto Principal: JOSÉ MANUEL VIDAL (EFE)