Reyes Aguilar @oncereyes El número cuatro de socio del carnet daba vértigo con solo mirarlo. Cuando salí casi rozando el mediodía de aquel bar situado en la Avenida de Pedro Romero donde me cité con Antonio para tomar café a eso de las once y media, era más bética de lo que había entrado. Tenía muchas ganas de conocerle y de que aquellos ojos me enmudeciesen como nos hizo a todos hablando del Manquepierda de verdad, ese que se adhiere, que no se aprende. Chaqueta azul, excelente vocabulario, camisa a juego esta vez sin corbata a rayas verdiblancas y un escudo del Real Betis Balompié en la solapa izquierda, donde le late el corazón a este socio que tantísimo Betis ha vivido. Un sevillano ejemplar, conocedor a la perfección del callejero de la ciudad y poseedor de una memoria prodigiosa tras noventa y un años entre Heliópolis, Arguijo, Plaza Menjíbar y San Pedro Mártir, calle que le vio nacer como a Manuel Machado, y que le oyó llorar hasta el punto de que a una buena parte de la vecindad le costase conciliar el sueño. Nacido en 1931, Antonio me contó historias de su padre, quien no tenía vinculación bética, solo un grandísimo conocimiento del automovilismo, certificando aquello de que se es bético porque sí, y mientras el tiempo enfriaba el café parando los relojes entre una Sevilla que se fue para mayor o menor gloria, entre tiempos difíciles, cañones, reflectores en Reina Mercedes, capitanes de intendencia, aprendices, tiendas de comestibles, Saro, Arsenio Iglesias, Helenio Herrera , Eusebio Ríos, manzanilla de Sanlúcar, Roig y sus chicharrones ilustres de la Plaza la Feria y Otero, aquel portero que subió a Primera a aquel Betis del 58/59 que además, acogió a Antonio sobre sus hombros para que le arreglase una luz al no tener escalera. Y del germen de un beticismo férreo que surgió en la calle Rioja, en la bodega Mi Viña, antes de que floreciese en la calle José de Velilla transformándose en la mejor ensaladilla de Sevilla, donde los jugadores de un Betis mítico se fotografiaron con aquel niño al que por primera vez, se le llenaban los ojos de verde y de blanco. Una foto de aquel día pudo ser el comienzo de un todo, o las croquetas del Bar González en la calle Tomas de Ibarra, único bar en Sevilla en dar los resultados de Tercera División propiciado por la cercanía de la primera secretaría técnica que tuvo el Betis, antes de Alemanes, Mateos Gago y Conde Barajas, o el recuerdo de una goleada por siete goles a cero de un Athletic de Bilbao que cercioró su beticismo inexorable al presenciar en primera persona, como los que puro en mano disfrutaban de la victoria de su equipo riéndose de aquella goleada que ni les iba ni les venía, eran tiempos donde se iba a ver jugar a los dos equipos de la ciudad, con un diferencia entre ambos que difuminaba cualquier atisbo de rivalidad y que pese a la dificultad, al no ganar, al perder siempre y estar pisando el barro de tercera, hubo quien se hizo bético por encima de todo, y Antonio se puso siete escudos del Betis en la solapa al domingo siguiente para disipar las dudas de dónde tenía que ir cada domingo. Un beticismo pespunteado por las máquinas de coser Refrey a las béticas de su vida, su mujer y sus hijas y veinticinco años en Gol Norte, dieciséis años en Fondo, otros más en Tribuna y una antigüedad que desconoce, socio numerario con Villamarín dan lugar a setenta y dos años pagando su carnet pese a todo y por encima de todo.

Su madre pudo tener la culpa, aquella modista que no podía darle la 1.10 que le costaba la localidad para ver jugar a aquel Betis, sí pudo hacerle una equipación cosiéndole tiras verdes a una camiseta blanca, y por escudo ese Betis que duele, que no da nada y lo da todo, ese Betis humilde y majestuoso que ahora, asoma por sus ojos y nos empequeñece, haciéndonos más béticos que nunca.

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