JJ Barquín @barquin_julio Me hago viejo. Lo percibo. Lo comienzo a padecer. Y no solamente me refiero al aspecto físico, donde no me puedo quejar gracias al deporte. Me refiero al universo de la mente y del alma. Y es que el tiempo pasa inexorablemente para todos. Un tiempo, que además de dejar vivencias, dudas, sin sabores, enseñanzas y vacíos, deja nostalgias y evocaciones. Eso fue lo que sentí en el homenaje a Rubén Castro el pasado miércoles. Recuerdos de aquel niño que fue a muchos partidos como ese y que brotaban en mi mente a una velocidad de vértigo, mientras pasaba delante mía una lánguida pachanga de verano.

Recordaba con añoranza los homenajes que viví cuando mi padre y mi tío me llevaron al templo de La Palmera. Eran años de expectación, de ilusiones de niño, de ojos abiertos como soles para fascinarse por cosas sorprendentes que ocurrían sobre el verde tapete. Todo era maravilloso. Las salidas de balón mirando al tendido de un holandés casi pelirrojo; los pases imposibles de aquel canijo y enclenque diez o los regates inverosímiles de un loco extremo venido de Argentina. Más tarde fui creciendo en aquel templo de gradas bajas, de posturas imposibles en las barras de Gol Sur y de tardes viendo flotar por la banda a un esmirriado jovenzuelo con el número 3 a la espalda.

Fueron los años de visitar el Villamarín para rendir pleitesía a aquellos que lo dieron todo por esa camiseta de las trece barras. Aquellos que veían y practicaban el fútbol de otra manera, en otros tiempos. Fueron momentos de celebración y jolgorio, porque era una fiesta ir a mi casa de Heliópolis. Mis primeros ídolos en verdiblanco. Instantes únicos y veraniegos donde aplaudir y admirar a Esnaola, Biosca, Cardeñosa o Gordillo. Esos que se graban a fuego en la mente, pero, sobre todo, en el corazón de un crío.

Y mientras esos recuerdos que fluían en mi mente, el miércoles pasado un pequeño de siete años me asaltaba constantemente con preguntas, dudas y ocurrencias durante el partido homenaje a la leyenda del 24. Y en ese momento descubrí lo que nunca pensé que podría sentir al no ser padre. Por un momento hice mío a Diego y lo saboreé como si fuera un vástago de mi sangre. Y entonces disfruté más cuando me di cuenta de que yo era él y que él era yo hace ya muchos, muchos años.