Reyes Aguilar @oncereyes Edgar nos trajo la mínima alegría con su gol ante el Utrera, paño caliente para estas alturas del calendario donde todo está ya dicho, donde no hay nada más que hablar. Me acuerdo de mi padre, hecho a ese Betis porque sí donde sesenta años después el sentimiento sigue intacto como único patrimonio bético de verdad, el que nos une, que nos representa, y en donde no debe faltar la exigencia.

El gol de Edgar, la tarde de Joaquín, el ilusionismo ante el Real Madrid y pare usted de contar, reconozco sin pudor que este año la alegría solo me la dieron los rivales; el ascenso del Cádiz, equipo con nuestra misma columna vertebral, curtido a base de sacrificios y de corazón, con el que simpatizo por sincronía y sintonía desde que la estampa de Juan José en mi álbum era más que una estampa, aquel jugador memorable que recaló en el Real Madrid llevando en sus botas el levante de Puerta Tierra y la cinta en la frente como Sandokán. Un Cádiz de primera construido sobre los cimientos de un calvario de decepciones, quienes se pintan las caras de amarillo y ascienden como merecido premio al trabajo bien hecho, como el Granada, que llevará a Europa el fruto de una excelente planificación que en un año les ha izado del suelo al cielo.

Reconocer sus méritos es de recibo, pese a que deje más poso de desaliento; la exigencia, como alguien me dijo, es una palabra que hace daño para un lado y para otro y esa exigencia de equipo hecho de retales con futbolistas descartados, presupuesto limitado y paso silencioso, arrollando sin hacer ruido las quiero yo en mi equipo, donde los propósitos repetidos solo consiguieron que a cambio acabásemos mirándonos en su clasificación europea, como justo premio a una temporada brillante. Me alegro por ellos aunque me sienta como la novia que se quedó plantada, como el sobresaliente de tu compañera de clase, la que hacía tu mismo examen con la diferencia de haberlo preparado a conciencia durante meses y tú te quedabas suspendiendo el curso con un decimoquinto puesto en la tabla.

No pienso volver a la desilusión, ni a lo que se le esperaba de aquellos futbolistas que a cambio no dieron ni el beneficio de la duda dejando a cambio el arranque de un borrón y cuenta nueva que solo sabe a fracaso, ni el amargo pudo ser y no fue, ni las palabras vacías y edulcoradas de los dirigentes que solo dejaron despropósito. Hoy solo puedo hablar de la rivalidad, la entendida con respeto, la que trae enseñanzas, la reivindicación de lo nuestro y el reconocimiento al contrario, por ello pese a que no recuerde las gestas de Biri Biri, ni haya sido consciente de que ni su color ni su religión fuesen un hándicap para la España franquista, ni que acabase siendo Ministro de Deportes en Gambia, para mí es el símbolo de la tolerancia antirracista, quien un domingo de ascensos y descensos se convirtió en mito, dejando su nombre ondeando en el aire de esta ciudad dual que late a dos colores.

Necesito la rivalidad para crecer, para aprender y así atraer la exigencia de mi lado y poder volver a hablar de victorias con corazón, de lucha y de coraje, sin que sean Edgar y su gol ante el Utrera quienes disfracen de mínima alegría la realidad de otra temporada más para el olvido.

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