Nils Liedholm. Ese es el nombre del entrenador sueco del Milan que no tuvo reparo alguno en reconocer delante del universo futbolístico que Cardeñosa, Alabanda y López era el mejor centro del campo que había visto jamás. “Una media que marcará época”, dijo tras la eliminación de los rosoneros de la Recopa del 77.

Al poco tiempo de esa fecha, la casualidad o el destino quiso que conociera a Javier López tras un partido de liga en el Villamarín. En un bar próximo estadio tomaba un refrigerio con mi padre y abuelo, cuando Javier -con ese estilo directo y espontáneo- se metió en la conversación al escuchar a mi abuelo hablar de su Cantabria natal. Recuerdo que estuvieron hablando un buen rato de la “tierruca”, de sus valles, de sus gentes y de esa región infinita que enamora a quien la visita. Había conocido a uno de los mitos de la copa del 75.

Años más tarde, la casualidad o el destino nuevamente hizo que Javier visitará la tienda de mi padre para ofrecerle anchoas del cantábrico. Se acordaba de ese primer encuentro y vino más veces por el Cerro del Aguila para charlar largos ratos con mi abuelo. Nuevamente, no se si la casualidad o el destino, la vida hizo que me encontrará con Javier en las pistas de tierra de Piscinas Sevilla. Durante varios años jugamos muchos partidos de tenis y es ahí donde pude comprobar la raza de la que estaba hecho el de Laredo.

Constante, tozudo, obstinado, luchador, orgulloso, ganador puro. En esos años, supe y hasta lo comprobé en mis carnes que Javier luchaba cada pelota como si le fuera la vida en ella. Fue cuando me di cuenta que ese fue el carácter que impregno a un equipo que hizo vivir a los béticos algunos de los mejores momentos de nuestra historia. Fue cuando realmente conocí al verdadero mito.

Ayer, 25 de junio, se cumplieron cuarenta años de la gesta del Calderón. Con un vasco en el banquillo y un equipazo sobre el césped, el Betis dio la campanada ante el Rey de Copas. Un Athletic con estrellas como Dani, Irureta, Villar, Amorrortu, Chechu Rojo o Iribar tuvo que doblar la rodilla ante un equipo que creyó en sus posibilidades y luchó hasta el final sin perder nunca la fe y la esperanza en la victoria.

Ese fue el carácter de un equipo que tenía a integrantes como Javier López, un cántabro que le imprimió al Betis ese espíritu ganador que pude comprobar en primera persona cuando costaba Dios y ayuda ganarle un partido a un hombre cercano al medio siglo de vida, cuando quien escribe se encontraba en la lozanía de los treinta años.