Reyes Aguilar @oncereyes 1986 por la avenida de la Soleá, arteria principal que serpenteante parte en dos el barrio de calles flamencas del Polígono de San Pablo. Por ella pasaba Rafael Gordillo cuando volvía de donde nunca se fue y por ella, esta que escribe, se paraba a hablar del mismo con quien vendiendo lechugas en su puesto ambulante ya estaba predestinado a heredar ese gen de barrio, humilde y extraordinario del que corría la banda izquierda como nadie. A aquel chaval tan rubio le llamaban Schuster desde que le bautizó el campo del Unidad, donde se hizo futbolista, desde donde llegó a los escalafones inferiores de la cantera bética junto a otros nombres de la historia escrita en trece líneas con tinta verde como Cuéllar, Merino o Cañas y que acabaría siendo campeón de Copa del Rey infantil un año después y juvenil en 1989. Y por ese gen humilde y extraordinario, al igual que el de las medias bajas, aquel chaval de mi barrio socarrón, guapo y simpático, nunca se desprendió del dorsal del niño rubio que despuntaba en el Unidad para ponerse el de la gloria, ése con el que saltó a debutar en el primer equipo ante el Palamós el mismo año, latiéndole sobre el corazón con corona y trece barras. Y con esa impronta que mira con ojos del Betis se encargó de inundar el vestuario de eso mismo, de Betis, sabía que su extraordinario físico podía convertir en realidad la genialidad; del albero de la plazoleta a Burgos, a la gesta, para que de sus botas saliese el gol que llevaría a su Betis, a nuestro Betis, a la primera división en aquellos difíciles años donde la resurrección tanto tuvo que agradecerle a dorsales como el suyo.

A ese gol le siguieron algunos más, con Serra, Kresic o Jarabinsky, arropado por la terna mítica de ese once de oro de aquel Betis tercero en la tabla de Jaro, Stosic, Roberto Ríos, Vidakovic o Alexis, pero siempre quedará un gol sobre todos ellos, aquel balón que un sábado de pasión ante el Atlético dibujó para siempre en el cielo de la gloria bética la misma espiral geométrica que traza la avenida de la Soleá, arteria del corazón del Polígono de San Pablo, por donde pasan los béticos extraordinarios que vuelven de donde nunca se fueron.