JJ Barquín @barquin_julio Antonio olvidó su infancia en los campos de cultivos cercanos a Dos Hermanas. Su padre trabajaba de sol a sol y él no tuvo más remedio que ayudar en casa. Lo habitual en aquellos tiempos. Del cole a recoger lo que la tierra ofreciera en ese momento. La escuela y el campo eran su día a día mientras iba cumpliendo años. Y en ese paso de la niñez a la adolescencia, solamente había una ilusión. La que compartía con Diego, su amigo de pupitre. Los dos hablaban y fantaseaban con ir al final de la Palmera para ver a sus ídolos en carne y hueso. En los partidillos improvisados que hacían en las calles de arena y piedras de la ciudad nazarena, unas veces eran León Lasa y Areta y otras Del Sol e Isidro.

Entre cuadernos, horas de trabajo y tardes de calle, la vida de Antonio pasaba sin grandes sobresaltos. El único estímulo sentimental que crecía en su interior y de manera inexplicable era su amor por el Betis. No sabía muy bien por qué ni cómo, pero era pasión arrebatadora. Y llegó el día, ese en el que pudo juntar para una entrada y entrar en el Villamarín. Con tiempo y esfuerzo, más algún aguinaldo de los abuelos, pudo comprar una entrada para disfrutar de su Betis del alma. Tras esa tarde de ilusión y emoción, vinieron muchas más hasta que los golpes de la vida lo llevaron muy lejos de Heliópolis.

Con el paso de los años, el trabajo escaseaba y la situación hizo que Antonio tuviera que buscarse la vida en lo más profundo de Castilla La Mancha. Talavera de la Reina fue el lugar donde tuvo que emigrar para seguir poniendo un plato en la mesa a su familia. Allí, tuvo que comenzar de nuevo como lo hacen los hombres valientes, los que se ganan el pan con el sudor de su frente. Y allí siguió queriendo al amor de su vida, Nuria. Y, por supuesto, al Real Betis.

A su Betis, a ese que le daba más disgustos que alegrías, pero al que seguía queriendo como el primer día. Allí, en esas tierras duras y frías de la Castilla llana, siguió el paso su equipo por los campos de tercera y segunda, los descensos y ascensos, la llegada del Currobetis, la noche triunfal del Calderón, la salida de la UVI, la llegada de los grandes fichajes, la decepción del Bernabéu o el inolvidable gol de Dani a Juan Elía en una noche de once de junio.

Y fue inolvidable porque fue la primera vez que iba al fútbol con su hija Rocío. Menudo estreno pensaba mientras se dirigían hacia la orilla del Manzanares. En esos primeros años de vida, había inculcado el amor por un sentimiento que quería que madurase en su hija como lo había hecho en él cuando era un renacuajo. Rocío era el sol de su vida, la razón por la que seguir siendo mejor persona y poder compartir, con ella, esa ilusión de las trece barras, del amor perdurable, infinito y eterno.

Tras esa noche, hubo más días y más noches de Betis, con sus gozos y sombras. Pero, una tarde fría de febrero, llegó la negritud a la casa de Antonio. Un palo inesperado y demasiado amargo. El más duro que a un padre y a una madre le pueden dar. Todavía recuerda cuando el médico pronunció la palabra cáncer. Su hija, su Rocío tenía la enfermedad y había que actuar con celeridad para intentar buscar la curación. Tras la desolación y la angustia, la familia sintió el apoyo y la solidaridad de todos los que estaban alrededor. Aun así, los momentos de zozobra, agonía y tristeza se abrieron paso entre sus vidas.

Unos momentos, en los que el Betis, su Betis, traía el único rayo de esperanza en modo emocional. Un chute de energía especial en verde y blanco cada Domingo. Era el momento de desconectar, de disfrutar de los cambios de ritmo de Fekir, de las carreras de Canales con el balón pegado al pie, con las recuperaciones de Guido, el arte de Joaquín o la inteligencia de Pellegrini.

Tras un periodo de quimio y de malos momentos, una noticia le vuelve a iluminar la cara de Rocío. Otra vez, el Betis viene a darle una alegría, un gozo para diciembre. El Betis, su Betis, ese que le metió en vena su padre, tiene que jugarse la copa con el equipo de su ciudad. Al Club de Fútbol Talavera le ha tocado el gordo casi veinte días antes del 22 de diciembre. Y a Rocío, que lleva mucho tiempo sin poder ver a su Betis en directo, el corazón le late como cuando el balón traspasó por segunda vez la portería de Osasuna ese mes de junio.

Es jueves por la mañana y Rocío recibe la aprobación de su oncólogo para que pueda salirse un poco de su estricto día a día. En su mente se imagina la visita al hotel del equipo, el intento de arrancarle un autógrafo a Joaquín, Bartra o Alex Moreno y, sobre todo, que podrá asistir al partido, con mucho cuidado por la situación actual que vivimos. 

Rocío llega a casa cansada pero llena de un sentimiento que no sabe explicar. De la mano de sus padres ha podido conocer a Joaquín con el que ha charlado un rato, se ha hecho una foto con Bartra y le ha dicho al lateral de San Sadurní de Noya que le parece el más guapo de la plantilla. Después ha sufrido y disfrutado con el pase de ronda, pero eso ya lo sabía ella. Son muchos años viendo al equipo. Pero, sobre todo, ha experimentado una vez más la jarana que significa ser del Betis, ese no sé qué que nos vuelve locos en cualquier punto del mundo.

Rocío ha vivido un cuento de navidad, una historia de amor, de consuelo personal y de esperanza en un futuro mejor para ella. Un sueño hecho realidad en un momento muy complicado de su vida. Rocío sueña en positivo, en verdiblanco, en la fe que le ensenó su padre Rocío sabe que saldrá de este bache porque el verde es el color de la esperanza, la libertad y la vida. Y cuando se recupere, seguro que viajará al Villamarín con sus seres queridos para volver a disfrutar de eso inexplicable que es el Betis.