Manuel Rey @ManuReyHijo Hace unos días entraba en una clínica dental con mi hija para la revisión mensual de sus brackets. Uno llega a estos servicios con la certeza de que habrá de estar allí como mínimo dos horas y en esta ocasión los cálculos fueron exactos. En un sillón cercano se sentaban dos personas que mantuvieron durante más de una hora una agitada conversación sobre el grupo estrella del momento, María Lapiedra, Gustavo González y Mark Hamilton (universo Sálvame). No se trataba de una plática relajada, sino de una discusión que pareciera esencial para el devenir de sus vidas, habida cuenta de la emoción y pasión que ponían en el debate.

Varios canales de Mediapro revientan audiencias en los últimos meses gracias a las desventuras de estos pimpollos. Entre los dimes y diretes más habituales en los colaboradores de este teatrillo se encuentran divagaciones en antena o redes sociales sobre la siguiente pregunta: ¿será verdad o mentira lo que María, Gustavo y Mark nos venden? El interrogante es, sin duda, tramposo. Permítanme responderlo con otra cuestión: ¿y eso a quién (“leche”) le importa (que diría Alaska)?, ¿a la cadena de televisión?, ¿a los citados colaboradores que discuten y se insultan sin piedad cual luchadores de Pressing Catch, defendiendo una u otra posición?, ¿a los propios comediantes que se embolsan cantidades muy importantes de dinero por salir contando supuestas miserias?, ¿o quizá a los enganchados telespectadores que cubren su tiempo viviendo fielmente las desdichas de estos alborotadores?

El carácter real o ficticio de sus peleas no le preocupa a nadie, lo relevante en este juego de tahúres no es que las cosas sean verdad o mentira, sino la audiencia que con ellas se consigue. Y para alcanzarla ni los medios, ni los escrúpulos cuentan, solo el fin último importa. Lo que vemos en pantalla es tan solo un espejismo, una falsa realidad o posverdad (neologismo ya aceptado por la RAE) trufada de polémica, trifulcas, escándalos, insultos y broncas. Eso es lo que moviliza a los telespectadores, radioyentes, internautas y lectores de prensa rosa.

Aplicando este precepto al escenario fútbol, cabría preguntarse: ¿y qué moviliza a los seguidores del mundillo balompédico? Podríamos decir de forma casi inmediata que las victorias y los títulos de su equipo, lo que resultaría mayoritariamente cierto. No obstante, mantengo una teoría que serviría para completar la respuesta previa en el caso de los aficionados de nuestro glorioso club.

Relaciono lo anterior con las reiteradas quejas y sollozos de muchos béticos ante el maltrato endémico que varios medios de comunicación locales mantienen hacia el Real Betis. Téngase claro de inicio que este es un sentimiento que comparto absolutamente. Sucede, sin embargo, que no participo de la relevancia que habitualmente otorgamos a esta circunstancia, que no comulgo con el exagerado llanto sobre cada una de las intervenciones del periodista o colaborador de turno. Y es que las comparaciones que arteramente muchos efectúan entre tiempos pasados y presentes, entre directivos antiguos y actuales, o entre actuaciones pretéritas o vigentes, no venden igual entre nosotros mismos si se plantean en términos positivos que si se hacen desde un enfoque radicalmente negativo.

Schadenfreude es un término alemán que recoge la idea de regodearse del mal ajeno, es decir, disfrutar de la desgracia que otro sufre. Pienso que nosotros representamos como pocos el extremo opuesto a esta idea, y no me refiero a que nos regocijemos con los éxitos de los demás, sino que nos regodeamos sobremanera con las desdichas que parecen sucedernos. Obviamente solo es una teoría, pero es el resultado de escuchar y leer durante muchos años opiniones públicas y publicadas donde maldecimos nuestra eterna mala fortuna, nuestras aparentes y continuas desgracias, la adversidad a que siempre nos enfrentamos o la crueldad que el entorno nos dispensa.

En cualquier caso, lo peor de todo no es el estado de generalizada tristeza y melancolía a que ello nos lleva, sino el perfecto conocimiento de esta realidad por parte de aquellos que trabajan en medios de comunicación y mantienen la convicción de que sus audiencias e ingresos serán muchísimo mayores si sus consideraciones se orientan en esa negativa dirección. Sabedores que su popularidad y notoriedad aumentarán significativamente, prefieren destacar en sus valoraciones supuestos defectos y errores, aparentes cuitas y miserias, o figurados desmanes y atropellos, que aspectos positivos de nuestro desarrollo social y deportivo.

Y enlazo ahora con algunas reflexiones previas, ¿cuántas de esas afirmaciones malintencionadas son decididamente ciertas? Responderé del mismo modo que lo hice antes: ¿y qué más les dará a estos gacetilleros si lo que comunican es verdad o mentira, cuando saben que la mayoría de nosotros vamos a beber de sus fuentes con inusitada sed? Es probable, de hecho, que muchos de los que escriben o hablan ni siquiera piensan en realidad lo que publican. Para ellos es lo de menos. Es la resonancia, es la necesidad de vender lo que les lleva a comunicar en esa línea. Porque como siempre hemos hecho, ya nos encargaremos nosotros mismos de difundir el mensaje y de dar relevancia a personajes que no la merecen, a panfletos que no se sostienen y a informaciones nada creíbles.

No hay mayor desprecio que no hacer aprecio, dice un viejo adagio español. Aprendamos a dar valor a aquello que realmente lo tiene. Comencemos a preocuparnos por anuncios que nos lleguen de elementos realmente comprometidos con nuestro futuro. Iniciemos una campaña que nos ayude a ignorar recomendaciones tramposas que, bajo el mantra de una necesaria exigencia, esconden bellacas intenciones. Censuremos desde la racionalidad todo aquello que se hace mal, pero sin darle cuartos al pregonero. No seamos prisioneros de aquellos que día sí y día también presentan una imagen apocalíptica de nuestro presente, aunque tampoco nos dejemos llevar por algunos palmeros que solo ven montes llenos de orégano. Liberémonos emocionalmente de agoreros y profetas del desastre que de modo continuado ven numerosas razones para el llanto y nunca para el canto, creando barreras que impiden ver de modo positivo nuestro futuro. Desprendámonos, de una vez, de oxidadas armaduras que históricamente han generado insufribles cargas y complejos institucionales que nos han impedido avanzar como entidad.

No se trata de olvidar la crítica, no estoy apostando por dejar de ejercer la libertad propia del que sabe de la necesidad de reflexionar y gusta de escuchar diversos puntos de vista sobre un tema que le preocupa. No defiendo una posición confortable y amable con el poder directivo vigente, que defienda hacer oídos sordos ante acciones dignas de ser desacreditadas. Se trata, simplemente, de dejar de hacer caso a servidores del poder mediático cuya única preocupación es envenenar los manantiales verdiblancos sin preocuparles la veracidad de lo que escupen. Se trata, sencillamente, de tener claro que lo único que verdaderamente ocupa a estos augures de la infelicidad es utilizar al Real Betis en beneficio propio para, de este modo, estar más cerca del entramado social y empresarial que mueve el vil metal por el que trabajan.