Reyes Aguilar @oncereyes Subes las escaleras del renovado Gol Sur pensando en lo que te deparará la próxima temporada, aunque el pellizco que produce acceder a las entrañas del Villamarín es más poderoso que nada. La ilusión del porvenir está por encima de cualquier propósito y sabes de sobra, como lo saben la mayoría de sus béticos, como es el Betis; ser David y Goliat, rutina o estallido, una verdad que se adhiere como resignación e identidad junto a la enorme ilusión que supone acompañar un año más al equipo de tu alma.

Sabes de sobra que saldrás del Villamarín más de un domingo cabreada, decepcionada y con ganas de guardar en un cajón el carné que con tanto esfuerzo vas a afrontar en cuatro plazos fraccionados. Sabes que te espera un año más de felicidad y desasosiego, de estar dispuesta a llegar a Feria con el nudo en la garganta dejando atrás los esperanzadores comienzos, llenos de promesas, botas nuevas, camisetas de estreno y ganas de comernos el balón en concentraciones y partidos de pretemporada.

Demasiados comienzos iguales en el adn bético, los mismos que acabaron mirando la tabla clasificatoria con miedo; demasiados en la centenaria historia del corazón que late por tí. Sabes que tendrás que volver a pedir favores a los compañeros de trabajo porque a tu Betis le dará por jugar en lunes o en viernes, lo piensas mientras esperas el turno de renovación sentada en una butaca naranja observando a los que te rodean; “a ver qué hacemos este año”, “lo mismo de siempre, qué esperas tu del Betis, ¿no lo conoces ya?”.

Una pareja se marcha con sus carnés y al abuelo que acaba de renovar la fidelidad verdiblanca de sus nietos, la mirada le rebosa beticismo, del que se ve en los ojos de sus béticos. Ahí está el Betis que no se paga con dinero, el que no necesita renovación, el que no tiene precio porque no se puede comprar con nada, el de la sangre, el del bote de cristal con monedas de 2 euros, el de Andrés Aranda, el de Burgos, el de Gordillo, el del penalti de Esnaola, el de la saca de carnés de Cardeñosa, ese Betis tuyo, el de tu propia historia, del que formas parte sin posibilidad alguna de remisión.

Observas a esos niños de la mano de su abuelo y afianzas aún más ese sentimiento bético que tu padre te inculcó desde que eras una niña, hilvanando domingos de entradas sacadas en la vieja taquilla ovalada del mismo sitio donde te encuentras ahora, tras echar una partida de futbolines en Avelino o visitar a Esteban en La Viña. Demasiados domingos de gloria y desastre, coordenadas de las trece barras que marcan los latidos de tu corazón. Fue el Real Betis el que se metió en tu corazón, dejando aferrado ese sentimiento para siempre sin que nadie te hablase de su humildad y su grandeza, de su anarquía, de su irracionalidad, de su Majestuosidad.

Y te marchas con tus ilusiones renovadas mirando a Rogelio levantar la Copa, deseando ver correr la pelota por el césped del Villamarín, llena de ese sentimiento inexplicable y tan grandioso que es ser bética.