Reyes Aguilar @oncereyes Un poeta maldito del balón que dejó el corazón camino de donde nació, a donde siempre volvía, dejando huérfana la banda izquierda del Sánchez Pizjuán. Se marchó la primera vez sin irse del todo, como quien se va al destierro, como Machado, a quien su madre le preguntaba cuanto faltaba para llegar a la Sevilla de Utrera. Dejó lágrimas sinceras en el aeropuerto y un dineral que proporcionó a su equipo llenar las vitrinas y a los sevillistas, la euforia de los títulos. Con sus goles dejó a su Sevilla acomodado y en Londres, la receta de los huevos fritos con papas y jamón de jabugo, la hospitalidad de su familia y Cesc Fábregas sentado a la mesa como uno más. Allí comenzó a escribir su historia, la que se quedó camino de su casa, de donde nació, a donde siempre volvía. Aquellas lágrimas en el aeropuerto eran las lágrimas del sevillismo que ahora le llora, como le llora la ciudad sin colores.

Quien escribe le recordará siempre por aquel gol que nos marcó en un derbi cuando ni siquiera se habían calentados los asientos, quien me echó de la UEFA en mi propia casa y el único capaz de marcarnos en tres competiciones. Un romántico del balón que vivió deprisa, jugó al fútbol de maravilla y que no sabía hablar inglés ni falta que le hizo porque llevaba bien aprendida la lección que le dio Luis Aragonés, cuando le dijo que él era el mejor.

La perla de la cantera, esas que brillan eternamente como brillaban sus ojos y su fútbol; versos con el balón, rebelde con causa, otro genio impaciente que vivió deprisa y como quiso, dejando su impronta y su esencia, como Jim Morrison, como Jimi Hendrix, como Camarón. Un gitano de Utrera que llevaba el duende de la tierra cosido a las botas y que dejó su sonrisa humilde y sincera a una ciudad que amaneció el sábado sin colores. Ya lo dijo Baudelaire, el gran poeta maldito; una gran sonrisa es un bello rostro de gigante.

Descanse en paz.