Jesús Herrera @jesushpalma Se cumple justo una semana de la pérdida de uno de los grandes mitos del Real Betis Balompié, Rogelio Sosa Ramírez, la zurda de Caoba, jugador de arte e ingenio que marcó toda una época -dentro y fuera del terreno de juego- y que ya forma parte del olimpo verdiblanco, convirtiéndose con justicia en una de las simbólicas treces barras del escudo del equipo helipolitano. Un olimpo en el que se une a otros jugadores como Luis del Sol o la mítica plantilla que logró el campeonato liguero de 1935, futbolistas que sin duda constituyen auténticas leyendas en la historia del conjunto bético y son una referencia incuestionable para todos los aficionados de La Palmera.

Nos deja un genio y figura, recordado por su clase y la calidad de su mágica pierna zurda, pero probablemente uno de los jugadores que más entronque con la idiosincrasia del Real Betis y el estilo de vida de los béticos. Un jugador de arte y el juego de toque, con un manejo y golpeo de la pelota exquisito que le llevó a ser autor de numerosos goles desde el banderín de córner o de faltas directas, y hasta a crear un nuevo regate, el “regate de la tostá”.

Un jugador con carisma, carácter y liderazgo que también se hizo notar por su tono alegre y su chispa y humor en el vestuario, su compañerismo y su amistad, que siempre quedará en el recuerdo de los que jugaron junto a él o compartieron su extensa trayectoria en el conjunto verdiblanco. “Siempre se ofrecía en el campo, pedía la pelota y nunca se escondía”, relataba hace unos días Paco Bizcocho, su compañero en el Betis de los años setenta y paisano de Coria del Río. Ambos salieron de esa prodigiosa cantera que tiene el municipio situado en la ribera del Guadalquivir y que tantos buenos futbolistas ha dado a nuestro balompié nacional, aunque curiosamente Rogelio nunca llegó a jugar en el Coria CF, ya que sus inicios fueron en el Victoria Balompié, equipo de escalafones inferiores de su pueblo desde el que dio el salto al Betis.

Rogelio entregó toda su carrera deportiva al conjunto heliopolitano, donde permaneció 16 temporadas consecutivas, desde su debut en 1962 -aunque empezó en juveniles- hasta su retirada en 1978. Fue capitán y padre futbolístico de la generación del 77 que se alzó con la primera Copa del Rey, y que supuso casi el broche final a los 357 partidos oficiales que disputó con la camiseta de las treces barras. En ese periodo marcó 92 goles, de los que casi una decena fueron olímpicos, lo que le hizo convertirse en el quinto goleador histórico del equipo. Compartió vestuario con Quino, Esnaola o Cardeñosa y cedió el testigo a un jovencísimo Gordillo. Con todo ello se erigió en el símbolo de la afición verdiblanca, pero su carrera profesional no terminó en el club de sus amores, sino que se prolongó con casi otros 20 años más ejerciendo una gran labor como segundo entrenador y delegado de equipo con técnicos como Felipe Mesones, Luis Aragonés (del que era muy buen amigo), Jorge D’Alessandro, o Lorenzo Serra Ferrer, entre otros.

Sus genialidades y frases espontáneas, su personalidad y su fútbol imprevisible dejaron una profunda huella, como también su calidad humana. Aunque no lo conocí profundamente, muchos recuerdos y momentos de mi infancia y mi juventud estuvieron muy conectados a la vida de Rogelio Sosa. Compartí aula y colegio con su hijo Fran y su sobrino Jesús, y aún recuerdo aquellas tardes de estudio en su casa frente a la Plazoleta de la Soledad, donde cada día entraba a ver la sala de trofeos y premios y me embriagaba con el rico olor a naranjas que el propio Rogelio cultivaba en su parcela a la afueras de Coria, una de sus aficiones. Mi primera entrevista como aprendiz de periodista -aunque nunca llegó a ver la luz- fue para su sobrino Añete, talentoso delantero que en los últimos años ha triunfado en tierras griegas, mientras que en mis primeras crónicas en el Estadio Guadalquivir ya despuntaba su hijo Fran y la técnica y calidad de su zurda, como su padre. Esa feliz juventud se completó con la amistad con otro de sus sobrinos, Manolo, con quien compartí y sigo compartiendo muchos momentos de la vida.

Una vida que precisamente Rogelio siempre vivió con alegría, entusiasmo, cariño y fidelidad a unos colores, los de su Betis, y que trasladó a todas sus facetas y cuestiones cotidianas como gran padre y esposo, como amigo de sus amigos, de sus paisanos. Todos los que formaban parte de su día a día lo recordarán y echarán de menos, pero estoy seguro de que todos los corianos y béticos también. Nos deja un gran hombre. Descansa en el cuarto anillo del Benito Villamarín, allí ya estarán disfrutando de tu genio, tu arte y tu amistad.

Foto: Archivo Real Betis