Manuel Rey @ManuReyHijo Años atrás en el famoso 1992, se decía que los dirigentes de un equipo de fútbol en una ciudad en que compiten dos al máximo nivel, celebraban con cava la desaparición del otro. Intentando interpretar esta situación, había quienes señalaban que era una cuestión de odio acumulado, mientras otros postulaban que se trataba tan solo de eliminar al máximo competidor local, lo que previsiblemente supondría mayor cuota de mercado propia en el negocio. “¡Es la economía, estúpido!”, fue la célebre frase de James Carville, asesor de Bill Clinton en la campaña que en 1992 le impulsó desde su sillón de gobernador de Arkansas hasta el Despacho Oval de la Casa Blanca.

La economía, en general, y el comportamiento del comprador en particular, no pueden ser interpretados de un modo simplista atendiendo, exclusivamente, a criterios racionales. Es por ello que justificar la decisión de elegir un tipo de ropa u otra, por ejemplo, o la de entrar o no en un restaurante no siempre tiene que ver con factores de índole cognitiva (relación calidad-precio, cercanía al lugar de residencia, etc.), sino que hay múltiples elementos que pueden explicarlo y tienen una naturaleza afectiva (el dependiente de la tienda te resulta muy agradable, o el bar resultó ser el último establecimiento al que acudiste con tus padres, por poner algunos ejemplos).

El fútbol es un negocio en que los consumidores (seguidores) desarrollan un comportamiento basado, también, en criterios racionales y emocionales. Los resultados de los equipos, el número de partidos ganados o el de títulos conseguidos mueven a muchos a seguir a determinados clubes, en una posición absolutamente racional. Sin embargo, existen otros criterios claves a considerar en esta elección (permítanme la reflexión marketiniana). Variables relacionadas con las vivencias mantenidas y experiencias compartidas, con la familia y grupos en que se interactúa, con la cultura, personalidad y valores que se poseen, entre otros, son factores a veces mucho más influyentes.

Me sirvo de estos párrafos como introducción para justificar porque nuestro glorioso Real Betis Balompié ha resurgido con más fuerza y ha estado apoyado con más ahínco, cuanto peor han estado las cosas. Nuestra personalidad, nuestra conciencia de clan, nuestra alma tantas veces dañada, nuestro pasado labrado con alguna alegría y muchas decepciones y, sobre todo, nuestro profundo orgullo por “ser” y “defender” algo que entendemos como mucho más que una empresa que opera en el negocio del fútbol, nos hace diferentes a la mayoría de las aficiones. Seguramente ni mejores ni peores, pero sí diferentes.

Llevamos unos años viviendo éxitos deportivos menores de equipos que tradicionalmente han estado en lo cuantitativo  parejos a nosotros. Equipos con aficiones que viven el fútbol como la mayoría lo hacen, es decir, a golpe de resultados. Equipos con seguidores que pueblan los estadios cuando los marcadores le son favorables y desaparecen “ipso facto”, cuando las victorias no llegan. Equipos con abonados que sacan con orgullo sus colores cuando los goles resultan habituales en sus coliseos, negándoles el pan y la sal en aras de una demagógica exigencia en cuanto a sus porteros lenguarones les “meten un atracón de asendías de Los Palacios”, que diría el gran Kiko Veneno.

A pesar de los años de convivencia con nosotros, esos equipos y sus seguidores todavía no saben lo que es el Real Betis Balompié y cómo sentimos sus seguidores. Ellos interpretan nuestra realidad desde un prisma erróneo, intentando predecir nuestros comportamientos en función de lo que ellos harían en nuestra situación. Pero sus criterios no son los nuestros, ni su sensibilidad la misma. Ellos no pueden entender que cuanto más daño parece que nos hacen más fuertes somos. Ellos son incapaces de asumir que a mayores insultos e improperios, más camisetas verdiblancas salen a la calle. Ellos nunca asumirán que cuanto más partidos ganen, más niñas y niños en los colegios estarán apiñados como balas de cañón. Ellos no saben interpretar como es posible que después de algunos de sus éxitos menores, en las cafeterías más fuerte suena el latido verdiblanco.

Y es por eso que sienten rabia. Es la rabia propia del que persigue ser rico sin conseguirlo y estando solo llora de envidia por la felicidad del pobre que se sabe amado por muchos. Es el rencor del acomplejado que quiere pero no puede, y aprovecha cualquier instante para chillar acordándose del vecino con una prole más humilde y educada. Son los celos del candidato prepotente de noble cuna que ve con ira como el aspirante de modesto origen acapara mayor fuerza, interés y valor para los demás que él mismo. Es el triste seguidor de un equipo de fútbol que ni entiende ni nunca entenderá las sabias palabras del gran D. Pedro Buenaventura: “Una cosa es el fútbol y otra es el Betis, porque si no existiese el fútbol, seguro que existiría el Betis”.

¡Qué vamos a hacer! Por eso no son, ni se merecen ser del Betis.