JJ Barquín @barquin_julio Me encuentro desengañado, deprimido, roto, abatido. Ya van muchas noches negras como la vivida el lunes en Ipurua. Muchas decepciones, muchas caídas, demasiado desengaño a una legión de fieles que no se merecen lo vivido. El bético vegeta de fiasco en fiasco, arrastrando el escudo y la historia de un club que no se merece este desierto lúgubre y triste por el que camina.

Un desaliento que aumenta cuando se mira de reojo lo que disfruta el vecino de Nervión. Es una sensación de vacío total, desesperante. Uno se pregunta cómo se pueden alcanzar cotas tan altas en un club, mientras el otro vive en la más absoluta mediocridad infinita. Ni disfruto buscando las derrotas del eterno rival porque ya no me interesan. Están tan lejos de nosotros, que es un sueño imposible pensar que podemos estar a su altura. Todo es deprimente. Descorazonador.

Tras un mes y medio prometedor e ilusionante, el Betis se ha vuelto a transformar en un equipo ramplón, previsible y apático. El lunes volvieron los fantasmas de Leganés o Granada de la pasada temporada, donde los béticos sufrimos una representación vomitiva de lo que no debe ser un equipo de fútbol. Nadie se debe escapar de esta crítica: entrenador, jugadores, secretaría técnica e incluso el consejo, ante el esperpento vivido continuamente.

No aprendemos, somos un lobo para nosotros mismos. Creo que el propio club se autodestruye. Por mucho que se diga y se pregone a los cuatro vientos, desde la dirección hasta el césped, no hay actitud, no hay profesionalidad, en definitiva, no se compite en ningún sentido. Y en el fútbol de hoy día, la igualdad es tan feroz que, aún con calidad, si no corres como un cabrón, te pasa por encima cualquiera.

Un cualquiera como el Éibar, que plagado de bajas y con la mitad de nuestro presupuesto, te ha pintado la cara de forma sonrojante. El problema de este Betis y del que hemos sufrido durante la última década, es la pasividad y la indiferencia con la que se afrontan el 85% de los partidos que se disputan. Lo mínimo que se le debe exigir a un jugador es actitud, tensión, garra, presión, lucha y profesionalidad. Sin eso, el desastre es lo que acompaña a un grupo de jugadores que campean en la pasividad y en la inacción más absoluta.

Lo dicho, me siento tan vacío que no pienso en nada. Y no espero nada. Será lo mejor para seguir soportando este espectáculo dantesco que nos ofrecen un grupo de supuestos profesionales, dirigidos por un supuesto entrenador y pagados por unos supuestos dirigentes.