JJ Barquín @barquin_julio Si la infancia de Machado está unida a un patio sevillano, mi vida está unida a la Tacita de Plata. Supongo que será el destino porque aunque nací en la trianera calle San Jacinto, Cádiz ha estado siempre presente en mi vida. Incluso antes de que apareciera por este mundo, ya mi padre llegó a las Puertas de Tierra desde su Soria natal, para trabajar de mozo en una tienda de alimentación de la calle Arbolí.

Desde muy pequeño me contó historias del carnaval, del campo del Mirandilla o de cuando le llamaban Chicuco por trabajar en un Ultramarinos. Me relató sus momentos por las calles Compañía, Pelota o Columela, sus paseos por la Plaza de las Flores o el Parques Genovés y de cómo se ahorraba una peseta en el cine, porque era el encargado de llevar a las hijas del jefe. Siempre me mostró un Cádiz que irremediablemente ya se nos fue para siempre.

Mi paso por la Universidad Complutense me acercó todavía más a una ciudad por la que siento un eterno cariño. Entre libros, exámenes y juergas conviví con mi amigo José Manuel Caballero “er Picha”, con el que pude disfrutar de su gracia innata, de su gaditana filosofía de vida, de su pasión por Cádiz y de su desmesurado amor por el Carnaval. Un carnaval que he disfrutado y sigo disfrutando con él, como lo hice tantos años después de terminar la carrera de Periodismo.

Para terminar de completar el cuadro, desde hace cuatro años, comparto mi vida con una gaditana de la sierra, pero que sigue enamorada de la ciudad donde estudió, de las callejuelas de la Viña, del Barrio Santa María o de las vistas de La Caleta que distinguía cada mañana desde las cristaleras de su facultad.

Ese amor a la ciudad se ha terminado trasladando al equipo amarillo en forma de absoluto cariño y simpatía, siguiéndolo siempre para ver si alcanza la meta futbolística que merece una ciudad como Cádiz. Una simpatía que siempre va ligada a ese bastinazo de himno que cantó Manolito Santander y su mafiosa familia italiana de la Plaza de la Cruz Verde.

Una simpatía que creció viendo jugar a un mago salvadoreño que se dormía mientras le daban un masaje en el descanso o llegaba “tocaó” a un entrenamiento; a un lateral que podría pasar por cantante del musical Jesucristo Superstar o a un artista jerezano que le bastaron diez minutos para poner en pie el viejo Carranza en diez cuando el equipo amarillo se jugaba la vida contra el Zaragoza.

Ahora el sorteo de la Copa del Rey ha puesto frente a frente a dos equipos que viven y sienten de una manera peculiar este invento llamado fútbol. Dos equipos que son capaces de los mejor y de lo peor. Dos aficiones que lo dan todo sin pedir nada a cambio, que aman sus colores sin medida, que despiden una pasión cegadora que para algunos es una enfermedad inexplicable.

Tras el primer asalto disputado en el Carranza, me gustaría que en el Villamarín los “hooligans” que el otro día escupieron cánticos contra Cádiz y los gaditanos, pudieran entender que la vida y el fútbol están para vivir en paz, para convivir y para sacar lo mejor del ser humano. Me gustaría que lo entendieran, pero también comprendo que es misión casi imposible, porque en la cabeza de estos tipejos solamente hay serrín.